La
evasión de Porfirio Díaz del
F. Humberto Sotelo M.
n su célebre libro Mitologías, Roland Barthes escribe: "La función del mito es eliminar lo real ". Más adelante, agrega: "El mito priva totalmente de historia al objeto del que habla. En él, la historia se evapora; es una suerte de criada ideal: prepara, trae, dispone, el amo llega y ella desaparece silenciosamente; sólo hay que gozar sin preguntarse de dónde viene ese bello objeto. O mejor: no puede venir más que de la eternidad"1. Evocamos esas palabras a raíz de las notas que escribió Porfirio Díaz en sus Memorias 2 acerca de sus evasiones de Puebla, mismas que reproducimos en este número de Tiempo Universitario. Aunque en ellas es muy tenue o resbaladiza la frontera que separa a la verdad de la leyenda, todo parece indicar, sin embargo, que sus versiones al respecto "llegaron para quedarse" perdón por la expresión en el resplandeciente jardín de nuestra historia oficial, o, mejor dicho, de nuestra "mitología nacional". Empero, habría que preguntarnos, ¿por qué el mito, la leyenda, se ha impuesto a la historia? A nuestro parecer la clave de esto nos la proporciona Roland Barthes en las palabras que citamos arriba: ciertamente no pocas veces la historia se evapora, se diluye, cuando hace su aparición el mito. Pero, ¿gracias a qué operación el mito logra tal resultado? Démosle otra vez la palabra a ese autor: "Al pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz: las cosas parecen significar por sí mismas"3.. En efecto: el mito "suprime la dialéctica", "organiza un mundo sin contradicciones", y "funda una claridad feliz". Por ello, agrega Barthes, "el mito es un habla despolitizada". El mito de las evasiones de Díaz en Puebla, sin duda, está impregnado del encanto, de la ingenuidad, de "la simplicidad" de la leyenda, y esto en apariencia no conlleva en sí ningún peligro, ningún riesgo: "¿Acaso no los pueblos sostienen algunos historiadores e investigadores necesitan de leyendas, de mitos, aunque los mismos no correspondan a la verdad histórica?" A ello podríamos responder: sí, ciertamente las naciones necesitan de los mitos, empero no menos verdad es que en determinadas circunstancias políticas los mismos o algunos de ellos pueden convertirse en factores que coadyuvan a sancionar o a legitimar determinadas situaciones que a mediano o largo plazo se vuelcan contra los pueblos. Un ejemplo de ello lo tenemos en nuestra historia reciente, en el intento que se suscitó en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari de reivindicar si es que no de glorificar la figura de Porfirio Díaz, iniciativa que sin duda no era inocente puesto que guardaba una estrecha relación con el proyecto de la administración salinista de abrirle paso a un régimen, si es que no similar al de Díaz ningún régimen político es similar sí muy parecido en algunos de sus rasgos. ¿A qué nos referimos? Entre otras cosas, a la política de puertas abiertas al capital extranjero como sucedió en la administración porfirista en los rubros estratégicos de nuestra economía, a la política de "hacer las paces" con la iglesia católica, al predominio del capital privado en el agro a costa del ejido, a la política económica destinada a hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres, etc. En este lugar no podemos por cuestiones de espacio ahondar en esos paralelismos, pero lo cierto es, pues, que sí hubo el intento de reivindicar la figura del dictador, proyecto en el que lamentablemente participaron no pocos historiadores connotados de nuestro país, quienes, en aras de ese propósito, se apoyaron en los grandes mitos que rodean la figura de Porfirio Díaz. Aquí estamos muy lejos de desconocer las grandes aportaciones que hizo a la nación el militar y político oaxaqueño, quien ciertamente en su momento desempeñó un papel crucial en el impulso de la causa liberal, y en la derrota del invasor francés. Empero pensamos que constituye una brutal falsificación de la historia el pretender convertirlo en un hombre de las dimensiones de un Juárez, de un Ocampo o de un Zaragoza, ocultando sus brutalidades, su sed de poder, su ambición, todo lo cual llevó al estallido de la Revolución de 1910. En síntesis, creemos que se torna necesario contraponer la historia, la verdad, al mito. La función de éste como subraya Roland Barthes es falsificar la historia: "El mito es siempre metalenguaje; la despolitización que opera interviene a menudo sobre un fondo ya naturalizado, despolitizado, por un metalenguaje general, adiestrado para cantar las cosas y no para actuarlas"4. Desde luego, en este lugar no podemos darnos a la tarea de revisar los grandes mitos que rodean la figura de Porfirio Díaz, por lo cual nos limitamos sólo a abordar uno de ellos, que guarda una estrecha relación con nuestra casa de estudios: el mito de las evasiones de Díaz en Puebla, una de las cuales tuvo lugar en el edificio Carolino. Con este propósito hemos reproducido en este número de Tiempo Universitario un escrito del historiador Francisco Bulnes, que aparece en su trabajo "Rectificaciones y Aclaraciones a las Memorias del general Díaz"5, el cual desmitifica las versiones que ofrece al respecto Porfirio Díaz en sus Memorias. 1.Barthes,
Roland, Mitologías, Siglo XXI, México, 1986, pág. 247, 248. Primera
evasión de Puebla Del 19 al 23 de mayo de 1863
espués de 72 días de sangrientos combates entre las tropas francesas que habían sitiado a Puebla y las tropas republicanas de Jesús González Ortega, general en jefe, el 17 de mayo de 1863 se dispuso que se destruyeran todas las armas portátiles lo mismo que la artillería y se ordenó al general Mendoza, cuartel maestre del ejército mexicano, avisar al general francés Elías Federico Forey que la plaza estaba a su disposición y que la tropa mexicana estaba desarmada. Forey, el 18 de ese mismo año ordenó la prisión de generales y tropas, a los primeros les presentó un acta redactada por él en francés con la cual se intentaba comprometer, bajo palabra de honor, a permanecer neutrales en los lugares que se les designaran hasta el fin de la guerra. A los generales les tocó como prisión la casa propiedad del general Justo Mendoza Acosta que estaba en la calle de Herreros, ( 3 poniente, entre 16 de septiembre y 3 sur) ahí se dio la primera evasión, según las Memorias del general Díaz que a continuación se transcribe: "Como al rehusarme a firmar el acta manifesté por escrito que no podía hacerlo porque tenía deberes que cumplir, incompatibles con el compromiso que el acta entrañaba, me consideré con el derecho de evadirme si podía hacerlo, puesto que el enemigo había tomado todas sus precauciones para tenernos perfectamente seguros, al grado de tener apostado un centinela en la puerta de los cuartos en donde dormíamos. Así pues, el 21 de mayo, víspera de nuestra marcha para Veracruz, me quité mi uniforme a todo riesgo, en los momentos en que entraban y salían los deudos y amigos de los prisioneros para despedirse de ellos y para arreglar algunos negocios. "Comprendí que era fácil que no me distinguieran entre los entrantes y salientes; bajé resueltamente la escalera, embozado en un plaid, cosa que no era notable porque hacía mucho frío, y para que el centinela no me marcara el alto y me hiciera pasar por un reconocimiento, como lo hacían con todos los que salían aunque fueran paisanos, pensé que sería bueno dirigir algunas palabras al oficial de guardia, para que el centinela, al verme salir después de haber hablado con el oficial, tuviera menos sospecha. Con esta intención llegué al zaguán; pero encontré que el comandante de la guardia que estaba allí en pie, era el capitán Galland, del tercero de zuavos, que habiendo sido prisionero nuestro, había hecho conmigo alguna amistad. En consecuencia, ya no le dirigí la palabra sino que simplemente lo saludé, y salí para la calle sin que me conociera, aunque probablemente sospechó algo, porque en seguida subió a ver si estaba yo al lado de mis compañeros. Varios de éstos lograron también evadirse de la prisión, ya en Puebla, ya en el camino, y muy pocos salieron para Europa. "Tuve muchas dificultades en mi salida, porque las calles de Puebla estaban vigiladas por fuerzas de traidores; pero afortunadamente encontré a un amigo que me llevó a su casa, y casualmente era la misma en que se había refugiado el general Berriozábal, quien contaba con el apoyo de uno de los oficiales traidores, que le facilitó la salida de la ciudad, obteniendo el santo y seña, y pasándolo en los suyos, como si perteneciera a su patrulla, en virtud de una remuneración pecuniaria que Berriozábal le pagó. El doctor Cacho, que era de los que acompañaban al general Berriozábal, se quedó en Puebla para que yo pudiera salir en su lugar y hacer uso de su caballo. "Caminamos toda la noche por los montes, por evitar el camino real; nos perdimos, y al amanecer del día siguiente nos encontramos otra vez frente a Puebla, oyendo los alertas de los traidores que estaban fuera de la ciudad. Nos dirigimos al pueblo de San Miguel Canoa, y suponiéndose oficiales de los traidores, porque sabíamos que el cura era amigo de Almonte, quien había pasado varios días en su casa, le suplicamos que nos diera un guía que nos llevara a Tlaxcala. De allí nos dirigimos a la hacienda de Techalote y después a Apan, en donde encontramos una fuerza de caballería que protegió nuestro arribo a la capital. Prisión en Puebla Del 1 de marzo al 19 de septiembre de 1865.
espués de haber rendido la plaza de Oaxaca a los franceses, el general Porfirio Díaz pasó a Montoya, Acatlán, Pue. localidad de ese estado y de ahí fue conducido el 9 de febrero de 1865 a Etla como prisionero de guerra, lo acompañaban los generales Cristóbal Salinas y José María Ballesteros, los coroneles José Ignacio Echegaray y Apolonio Angulo, entre otros. De Etla a Puebla los prisioneros fueron conducidos por el camino de la mixteca oaxaqueña con el propósito de llegar a la ciudad de México. "Nuestra situación cambió grandemente en Puebla nos dice Porfirio Díaz en sus Memorias porque fuimos entregados a fuerzas austríacas, que nos encerraron en tres prisiones distintas, poniendo a los generales, coroneles y tenientes coroneles en la fortaleza de Loreto. Allí nos juntamos con otros prisioneros liberales; entre quienes estaban el general don Santiago Tapia y el general Arce, que es ahora gobernador de Guerrero, y permanecimos en ese punto como dos o tres meses." Estando presos en el fuerte de Loreto nos volvieron a amonestar para que protestáramos no tomar las armas contra la intervención ni el Imperio, y protestaron todos los que estábamos prisioneros, con excepción del general Santiago Tapia, del coronel don Miguel Castellanos Sánchez, del capitán de artillería don Ramón Reguera y de mí. "Transcurrido algún tiempo nos pasaron al convento de Santa Catarina, en donde tenía yo arreglada mi evasión, para lo cual hice una mina en el lugar que quedaba debajo de mi cama. Estuve en la celda por mucho tiempo, acompañado de Benítez y Ballesteros; pero un día fingí un motivo de desagrado con ellos y solicitaron al preboste que les diera otra habitación, y concedido esto, quedé yo solo, como lo deseaba, para poder dedicarme a continuar haciendo la mina que había comenzado. "Ignoro si fue o no descubierta la mina que yo había hecho, aún cuando procuré cubrirla no tan solo con palos y estacas, sino con algunos atravesaños que puse en forma de huacal, cubriendo todo con ladrillos. Permaneceríamos en Santa Catarina de cuatro a cinco meses, y de ahí nos pasaron al convento de la Compañía, de donde me evadí. "Estando en la prisión del convento de La Compañía o Colegio Carolino, había yo pedido permiso para tomar algunos baños, pero se me obligaba a salir con un sargento austríaco, que me seguía como sombra a todas partes, y molestándome esto, no volví a pedir permiso. "En esos días había quedado con el mando del puesto el barón Juan de Csismandia, teniente de un regimiento de húngaros, pues el jefe nato de la plaza, que era el conde de Thun, había salido a campaña sobre la sierra norte de Puebla". En sus Memorias, Díaz afirma que estableció una cordial relación con Csismandia a punto de permitirle, previo permiso, salir de la prisión todos los días, desde el toque de diana hasta el de retreta. Esta deferencia la correspondió Díaz visitando la casa del barón para darle las gracias. "El mal éxito que el conde Thun había tenido en su campaña en la sierra de Puebla, lo tenía de mal humor y el mismo día de su arribo a Puebla, ordenó la clausura de nuestras ventanas que dan a la calle, no obstante que tenían fuertes rejas de hierro, aumentó también el servicio de centinelas de día y de noche en el interior de la prisión prohibiendo que en ninguna hora se apagara la luz en los cuartos y se cerrara la puerta. Segunda evasión de Puebla 20 de septiembre de 1865
a conducta que siguió conmigo el general Thun me obligó a festinar mi evasión. La había preparado para el 15 de septiembre, día de mi cumpleaños, pero coincidiendo esa fecha con el aniversario de la Independencia, no pude realizar mi propósito en ese día, porque estaban muy iluminadas las calles de Puebla contiguas a mi prisión, en virtud de la festividad cívica que se celebraba esa noche, y aplacé mi resolución para llevarla a cabo el día 20. Había yo comprado caballos y monturas, que tenía preparados en una casa tomada con nombre extraño, y en la cual no había más habitante que mi criado que era de entera confianza, y arrendada por un amigo mío de Puebla, sin dar fianza, como es de costumbre, para no comprometer a nadie; y para evitar la fianza se pagaban mensualidades adelantadas. El teniente coronel Guillermo Palomino y el mayor don Juan de la Luz Enríquez, mis únicos confidentes entre mis compañeros de prisión, invitaron a jugar naipes, la noche en que me evadí, a nuestros demás compañeros de prisión, para tenerlos distraídos y juntos, y evitar así que anduvieran por los corredores y pudieran apercibirse de lo que pasaba. En la tarde del día 20 había yo añadido y envuelto en forma de esfera tres reatas que me proponía usar en mi evasión, dejándome otra en mi equipaje, y una daga perfectamente aguzada y afilada, como única arma para defenderme de cualquier agresión. Luego que pasó el toque de silencio, me fui a un salón destechado y que por esa circunstancia estaba convertido en azotehuela, y en donde la entrada y salida de los prisioneros no llamaba la atención de los centinelas porque había allí inodoros. Me dirigí a ese lugar llevando conmigo las tres reatas envueltas en un lienzo gris, y una vez cerciorado de que no había otra persona en la azotehuela, las arrojé a la azotea, y con la otra reata que me quedaba lancé una canal de piedra, que me pareció muy fuerte, lo que hice con muchas dificultades, porque no podía distinguir la canal, pues no había más luz que la de las estrellas, por ser la noche muy obscura. Después de tirar el lazo sin ver bien y sólo calculando el lugar en que estaba la canal logré acertar la lazada, y haciendo algunos esfuerzos por cerciorarme de su resistencia subí por la cuerda a la azotea; quité enseguida la cuerda que me había servido para subir, y recogí las tres que había tirado de antemano.
Mi marcha por la azotea para la esquina de San Roque, punto señalado para mi descenso, era muy peligrosa, porque en la azotea del templo que dominaba toda la del convento, había un destacamento y un centinela que tenían por objeto cuidarnos por la azotea. La que yo recorría era sinuosa, porque cada una de las celdas, tenía una bóveda semiesférica, lo mismo que los espacios de los corredores comprendidos entre cada arco. Así es que deslizándome entre esas medias esferas y acostado sobre el suelo, caminaba hacia el pide de los centinelas, puesto que tenía que buscar el ángulo del patio antes de cambiar de dirección. La marcha diagonal que era más corta y más lejana del centinela no podía ser sino aérea. Tenía muy a menudo que suspender mi marcha y explorar con el tacto el terreno por donde tenía que pasar, porque había sobre las azoteas muchos pequeños pedazos de vidrio que hacían ruido al tocarlos, y porque eran muy frecuentes los relámpagos. Llegué por fin a tocar el muro del templo, y como allí no podía verme el centinela sino inclinándose mucho, seguí de pie y vine a asomarme a una ventana muy elevada que daba a la guardia de prevención, con objeto de ver si había alguna alarma. Corrí allí un gran peligro, porque el piso era muy inclinado y muy resbaladizo por las lluvias frecuentes, y sin poderlo remediar me resbalaba hacia los cristales que eran poco resistentes, y me vi en peligro de rodar al precipicio, pues la altura de la ventana era muy grande. Para llegar a la esquina de la calle de San Roque, por donde me había yo propuesto descender, era necesario pasar por una parte del convento que servía de casa al capellán, quien tenía el antecedente de haber denunciado poco antes ante la corte marcial a los presos políticos que habían hecho una horadación que fue a dar a esa casa, por lo cual fueron fusilados al día siguiente. Bajé a la azotehuela de la casa del capellán, en momentos en que entraba un joven que vivía en ella y que probablemente venía del teatro, pues estaba alegre y tarareando una pieza. Esperé que se metiera a su pieza, y a poco salió con una vela encendida y se acercó al lugar donde yo estaba. Me escondí para que no me viera y esperé a que regresara. Permaneció allí el tiempo necesario para concluir lo que había ido a hacer, y regresó a su pieza sin apercibirse de mi presencia. Cuando consideré que había tiempo para que se hubiera acostado y dormido, volví a ascender a la azotea del convento, por el lado del lote opuesto al que me había servido para bajar, y seguí mi camino por la azotea a la esquina de San Roque. Una vez pasado este peligro, seguí mi marcha para la esquina de San Roque y una calle nueva que se llama de Alatriste y que corta el convento, quedando de un lado las casas que han edificado los compradores, y del otro lado el convento. En la esquina hay una estatua de piedra de San Vicente Ferrer, que era la que yo me proponía usar como apoyo para fijar mi cuerda. El santo oscilaba mucho al tocarlo; pero tendría probablemente alguna espiga de hierro que lo sostuviera, y para mayor seguridad no fijé la cuerda en él, sino en la piedra que le servía de pedestal y que era a la vez la angular del edificio. Me pareció que si descendía yo de esa esquina para la calle, podía ser visto por algún transeúnte en el acto de descolgarme por la cuerda, o vista ésta por el primero que pasara por la calle después de mi descenso, y por ese motivo me propuse bajarme a un lote del exconvento que estaba cercado pero no edificado todavía, sin saber que al pie del edificio, donde yo debía descender, había unos cochinos encerrados en un cercado formado con vigas. Como al comenzar a descender giraba un poco la cuerda, el roce que sufría yo por la espalda con la pared del edificio, ocasionó que la daga que llevaba en el cinturón se saliera de la vaina, cayendo sobre los cochinos, y probablemente hirió a alguno de ellos, porque hicieron mucho ruido y se alarmaron, todavía más cuando me vieron descender sobre ellos. Tuve en consecuencia que dejar pasar un rato para que se aquietaran, con mucho temor de que el dueño de aquellos animales viniera a defenderlos, suponiendo que se trataba de robarlos. Cuando hubo pasado un poco el ruido, subí a la cerca del lote que daba a la calle; y tuve que retroceder repentinamente, porque en esos momentos pasaba un gendarme recorriendo la calle y examinando las cerraduras de las puertas. Cuando se hubo retirado el gendarme descendí para la calle, pero tuve la desgracia de que se desprendiera sobre la banqueta una de las piedras del muro, la cual hizo mucho ruido que sin embargo no llamó la atención del gendarme. Al buscar mi daga noté que la había perdido, y me expliqué la causa de los gritos de los cochinos. Seguí violentamente mi marcha para la casa donde tenía mis caballos, mi criado y un guía, y pude llegar a ella ya sin dificultad. Las fotografías para ilustrar este número fueron tomadas del tomo II de Seis Siglos de Historia Gráfica de México 1325-1900, EdicionesGustavo Casasola, México 1964 El Castillo de If* de Puebla Por Francisco Bulnes**
l general Díaz, prisionero de los franceses, con motivo de la rendición de Oaxaca, fue conducido a la ciudad de Puebla, en la que se le mantuvo preso en diversos lugares hasta que fue colocado en el edificio conocido por el Carolino. El cautivo, dispuso su evasión para la noche del 20 al 21 de septiembre de 1865, y la logró disputando el premio al protagonista de El Conde de Montecristo, y a Casanova de Seingalt, que logró fugarse de la prisión de Los Plomos de Venecia. Multitud de mexicanos niegan esta asombrosa evasión, fundándose en que fueron muchos los poblanos de aquella época, que aseguran que ha sido un invento del general Díaz, muy inclinado a los éxitos teatrales en los dramas de capa y espada. Esa negativa de los poblanos opuestos a que se inmortalice la hazaña del general Díaz, tomó un carácter formal, pues cuando algunos creyentes se dirigieron al ayuntamiento de la ciudad de Puebla, para que se pusiera en el edificio de la Compañía una placa conmemorativa del inmortal prodigio, el Ayuntamiento se opuso, y probablemente la placa fue puesta cuando los ayuntamientos de Puebla no se atrevían a oponerse. El señor licenciado don José López Portillo y Rojas, en su libro Elevación y caída de Porfirio Díaz, dice: Las Memorias atribuidas a Porfirio, relatan con lujo de minuciosidad, la historia de la evasión, muy parecida también a un capítulo de Los tres mosqueteros, porque andan en ella de por medio, cuerdas, descenso de una altura de más de 16 metros, caída en un solar, burla a la policía, una daga, y otras varias cosas por extremo novelescas. A juzgar por lo que afirma el conde de Kératry en su libro Elevación y caída de Maximiliano, Porfirio salió paso a paso del Colegio Carolino, sin que nadie se lo impidiese, por que el Habsburgo había dado orden de que se le dejase ir. El historiador, conde Kératry, no afirma su dicho a satisfacción de la crítica histórica, porque escribe: "Porfirio conducido como prisionero a Puebla por el ejército francés, fue encerrado en el fuerte de Guadalupe, de donde era imposible que se evadiese. Por orden del emperador fue entregado a los austríacos y llevado a la ciudad de donde se evadió (...) Todo hace suponer, que el mismo emperador, arrastrado por un sentimiento generoso aunque imprudente había mandado que se facilitase su evasión". Yo creo poder afirmar, que he leído todos los libros extranjeros y nacionales, que se han escrito sobre la intervención francesa y el Imperio en México, y fuera del libro del conde Kératry, no recuerdo que haya otro en que se niegue o se admita la evasión del general Díaz, no obstante ser un hecho digno de constar en la historia. Sólo el general Díaz y los biógrafos o historiadores que de él han bebido sabrosas confidencias, hablan sobre la sorprendente evasión *Castillo de IF El Castillo de IF fue construido por Francisco I en la isla de la rada de Marsella (Francia), y sirvió como prisión de Estado hasta fines del siglo XIX. Ahí fueron encarcelados distinguidos personajes que combatieron encarnizadamente al "Ancien Régimen", entre ellos Mirabeau. También estuvo preso en ese castillo Felipe Igualdad. El castillo de IF es uno de los principales lugares en que transcurre la acción de la novela El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, lo cual contribuyó de manera decisiva en un sitio legendario y mítico. **Francisco Bulnes (1847- 1924) Francisco Bulnes es, sin duda, uno de los exponentes del pensamiento conservador más brillantes que ha tenido nuestro país. Algunos de sus libros, entre ellos Las Grandes Mentiras de Nuestra Historia y El Verdadero Juárez, representan verdaderas obras maestras que desmitifican no pocos capítulos e hitos de nuestra historia patria. No es casual, por ello, que sea considerado como una especie de "autor prohibido" en no pocos círculos y esferas de nuestra historia oficial. Aparte de historiador, ejerció el periodismo y la cátedra. Fue, además, funcionario en el régimen de Porfirio Díaz. Sus obras suele suscitar reacciones de ira, no sólo entre los historiadores liberales sino también conservadores. Ello se debe a su proverbial osadía, a su prosa amarga, ríspida, y sobre todo a su tendencia a destruir mitos y verdades oficiales. Podríamos, en ese sentido, compararlo al historiador inglés Edmund Burke, quien se distinguió por haber derribado los grandes mitos de la Revolución Francesa. Enrique Cabrera Barroso
on esta gaceta se concluye el segundo tomo de Tiempo Universitario, a nuestros coleccionistas se ofrecerá gratuitamente la carpeta respectiva. Si por alguna razón usted no posee alguno de los 20 números de este segundo tomo favor de dirigirse al Archivo Histórico Universitario, ubicado temporalmente en el primer patio del edificio Carolino, para que le provean de los números necesarios. Como usted observará reproducimos un acróstico referente a Enrique Cabrera Barroso quien con otros lideres universitarios obtuvo la autonomía para nuestra institución. Nuestro personaje dejó a nuestra institución una herencia de convicción y congruencia que finalmente produjo su asesinato el 20 de diciembre de 1962. En su memoria publicamos el trabajo del profesor Braudelio Candonedo. Finalmente lo invitamos a la presentación del libro: "Crónicas de familia: la Universidad y los universitarios poblanos 1956-1961" de Juan Fidel Pérez Espinosa, donde se citará la participación de Cabrera Barroso integrante de la familia universitaria, en el movimiento estudiantil de 1961. El libro se presentará el 16 de noviembre del presente año a las 19:00 horas en el edificio Arronte, ubicado en Juan de Palafox y Mendoza 219.
|