El futuro de los pueblos Por Xóchitl Gálvez Ruiz
Los pueblos indígenas de México son, hoy, no sólo el testimonio de una historia viva y vigente, sino la posibilidad de un futuro diverso, culturalmente enriquecido que puede hacer frente a los retos de la globalización, la industrialización y, más aún, la preservación de nuestras sociedades y poblaciones. Sus posibilidades de permanencia están vinculadas a la viabilidad de nuestro proyecto nacional y a las capacidades que, como país, desarrollemos para crecer con apego y promoción de la pluralidad. Actualmente, la sobrevivencia de los pueblos indígenas está amenazada por algunos problemas cruciales: la desigualdad y la pobreza; la globalización homogenizante; y los conflictos interétnicos. Es en este marco en donde deben entenderse las posibilidades y los obstáculos para un futuro viable y digno de los pueblos indígenas. Como contraparte a estas problemáticas, los pueblos indígenas cuentan, para su supervivencia y viabilidad sociales y culturales, con algunos elementos fundamentales: la diversidad, la cohesión comunitaria e identitaria, los proyectos alternativos de desarrollo y las proyecciones políticas transfronterizas que han hecho que lo indio sea hoy un tema transnacional, compartido y reforzado por movimientos sociales muy variados a todo lo largo y ancho de nuestro continente. Para pensar en lo que el futuro depara a los pueblos indígenas de nuestro país, tendríamos que pensar primero qué significa ser indígena hoy, en los inicios del nuevo milenio. En este contexto, la identidad es un factor clave; es el referente sobre el cual puede pensarse en las poblaciones indígenas que así, no son sólo campesinas, o pobres, o folclóricas. Ser indígena hoy, reconocerse como tal, significa ser parte de una comunidad culturalmente diferenciada. Tiene, por eso, una connotación de identidad, de cultura y también, hoy por hoy, de proyecto político, porque tras cinco siglos de colonialismo, los pueblos indígenas reivindican en nuestra época su identidad como una bandera de lucha, como una forma de resistencia y como una demanda por su reconocimiento, por sus derechos, por su futuro. Por todo lo anterior el futuro de los pueblos indígenas es un futuro que viene desde muy atrás. Es, o será, un futuro con memoria, con tradición, con una cultura cambiante. Y, justamente, lo que hace vivos a los indígenas hoy vivos no física o biológicamente, sino vivos en su identidad y en sus proyectos étnicos particulares es la capacidad que siempre han demostrado de cambiar dentro de los límites de su pertenencia, de cambiar sin perder su identidad, de apropiarse de los conocimientos, de la tecnología, del desarrollo, de los discursos y los instrumentos políticos sin dejar de ser lo que son, lo que siempre han sido y lo que quieren seguir siendo. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo se puede cambiar sin dejar de ser? ¿Cómo se pueden conciliar la modernidad, la tecnología, las comunicaciones o la globalización con identidades y pertenencias comunitarias que parecerían estar más vinculadas a una tradición antigua, campesina y marginal?
El meollo está en lo que algunos antropólogos han llamado la construcción de la indianidad. Lo indígena se construyó, en principio, como una identidad que distinguía a los pobladores originarios de este continente de los invasores españoles. A medida que se afianzaba el sistema colonial, se fueron tejiendo mecanismos que no sólo explotaban las riquezas naturales y el trabajo de los pueblos sometidos, sino también levantaban un discurso de esa diferencia, basado en la inferioridad. Se trataba de los principios de la desigualdad. Al mismo tiempo, lo indígena, lo indio, como categoría colonial, uniformaba frente a los europeos, a las múltiples civilizaciones mesoamericanas que fueron sometidas. Con la Colonia, indios eran, por igual, mayas, zapotecas, mexicas o totonacas; e incluso incas, guaimíes o araucanos. La primera definición de lo indígena, entonces, establecía una diferencia y desigualdad con respecto a los europeos. Y, al mismo tiempo, uniformaba las identidades originarias. Hoy podríamos considerar esto como una de las primeras manifestaciones del racismo colonial. Esta distinción es importante porque en los movimientos sociales actuales de los pueblos indígenas aparece, con mucha fuerza, la reivindicación de las diferencias, de las identidades. Los pueblos indígenas se reconocen en su indianidad, en su historia y en su identidad distintas a la de la sociedad nacional. Pero también reivindican sus propias raíces particulares: los ñahñús, los rarámuri, los mixes, los nahuas o los purépechas reclaman así un espacio de reconocimiento a su especificidad. En este sentido, la diferencia que hoy se reivindica y que se reclama para el futuro, es una diferencia cultural, identitaria, que pretenden superar la desigualdad. Y, nuevamente, éste es un aspecto sobre el cual quiero profundizar.
Los pueblos indígenas han vivido siempre una historia de sometimiento y explotación que ha marcado, no sólo su diferencia con respecto a otros grupos más privilegiados en nuestra sociedad, sino la construcción de una cultura de inferioridad. Lo nuevo, lo esperanzador y lo retador en sus reivindicaciones actuales por el respeto a la diferencia, por la igualdad de oportunidades con respeto a las diferencias culturales, es que no existen en estas plataformas reclamos de superioridad sobre ningún otro grupo social. Así, aunque muchas culturas han desarrollado tradicionalmente su identidad con un discurso de superioridad, por ejemplo: los legítimos hombres, los hombres verdaderos; la gente de palabra; los hombres mayores que es lo que quieren decir muchos de los nombres colectivos indígenas, hoy la pertenencia étnica tiene otras connotaciones. Reclamarse indígena es, hoy, una especie de demanda implícita: por el reconocimiento a la identidad, por la vigencia de los derechos, por el fin de la situación colonial. Reclamarse indígena significa, en nuestros tiempos, asumir una posición política y reivindicar una diferencia cultural. Esto, a su vez, implica exigir respeto a visiones distintas de la vida, del desarrollo, de la organización social, de las prioridades colectivas, del manejo de los recursos, de la visión a futuro.
En este contexto, la identidad es un referente cultural que permite también al resto de la sociedad distinguir a las poblaciones étnicamente diferenciadas y ubicar sus demandas y proyecto en el marco de la pluriculturalidad. Debido a estas connotaciones de la identidad, los pueblos indígenas pueden distinguirse a partir de las prácticas concretas en que se manifiesta esa misma identidad: el conocimiento, uso y aprovechamiento de los ecosistemas, la alimentación, el uso de una lengua, la persistencia de sistemas normativos para reglamentar la convivencia social sistemas de usos y costumbres jurídicos, la pertenencia asumida a una comunidad y la correspondencia en las relaciones sociales que de ello se derivan, o en la relación con el resto de la sociedad y con el Estado. Así, lo indígena se ha definido oficialmente por los conceptos y las instituciones sociales no indígenas, por criterios censales, básicamente a partir del uso de la lengua. Sin embargo, este criterio resulta más bien limitado, pues no toma en cuenta otros factores que también construyen la etnicidad y que siguen siendo parte de las relaciones sociales y culturales, hoy vivas, entre las poblaciones indígenas contemporáneas en nuestro país. La identificación de lo indígena con únicamente el uso de la lengua resulta entonces un criterio excluyente, pues ya hay muchas poblaciones indígenas que han perdido o han abandonado sus idiomas maternos; o incluso los procesos censales a veces no pueden registrar que efectivamente aún se utiliza una lengua indígena, debido a sesgos discriminatorios que apenas empiezan a reconocerse. Mucha gente no declara ser hablante de lengua indígena, porque eso le representa una carga simbólica de inferioridad. Esta es una forma de discriminación que sólo apenas empieza a reconocerse de manera oficial y para la que todavía no se han diseñado respuestas políticas, programáticas o censales, por ejemplo. ¿Quiénes son hoy los indígenas? Esta pregunta es necesaria y requiere responderse si nos preguntamos por su futuro. La población indígena de nuestra nación está formada por 62 grupos étnicos herederos de los primeros pobladores de estas tierras. Lo que los distingue del resto de la sociedad nacional son una serie de rasgos culturales que se expresan en forma particular: el uso de lenguas vernáculas y de vestimentas tradicionales; la pertenencia a una comunidad ubicada en un espacio territorial determinado, la integración a redes sociales de correspondencia y retribución el tequio, la faena, la manovuelta, por ejemplo; el conocimiento y manejo del medio natural; la utilización de técnicas y tecnologías tradicionales para la producción; la fabricación de artículos para el autoconsumo doméstico y el mercado; y la idea de un pasado común que llega a manifestarse, en algunos casos, como un proyecto compartido de futuro. La pertenencia étnica, la identidad indígena tiene, pues, una capacidad de convocatoria a la solidaridad, a la cohesión, a la defensa y a la resistencia. Está alimentada por lazos afectivos, morales y de lealtad muy poderosos.
Así, el término de indígenas no tiene connotaciones raciales. Sería muy difícil, tras varios siglos de mestizaje y contacto, pensar que en nuestro país existen poblaciones racialmente puras. En México somos mestizos biológicamente, casi por definición. Vistos desde fuera, lo indígena y la identidad étnica serían más bien el reconocimiento a una diferencia cultural y a una condición social valorados diferencialmente por la sociedad nacional, de acuerdo con los distintos momentos históricos y a las ideologías que les han correspondido. Así, en la época colonial, ser indígena, indio, significaba estar en una posición en que se ponía en duda incluso la capacidad de raciocinio de las personas. En el siglo pasado, el siglo XX , ser indígena implicaba una asociación casi automática con la pobreza, el atraso y la miseria, como si la identidad respondiera a las condiciones de subordinación y explotación en que se ha mantenido a los pueblos indígenas. Hoy, gracias a las propias movilizaciones indígenas, ser indio o indígena significa, cada vez más, un orgullo, una exigencia. Es en este contexto de identidad y cultura en el cual quiero hacer hoy un breve análisis de las principales problemáticas que, a mi parecer, enfrentan las poblaciones indígenas y de los retos que estas situaciones plantean para un futuro con justicia y dignidad. Desigualdad y pobreza
Históricamente, la relación entre la sociedad nacional y los pueblos indígenas ha estado mediada por la desigualdad en sus distintas variantes, desde la explotación colonial y la explotación criolla, hasta la discriminación y la marginación que se heredaron incluso de los regímenes revolucionarios. El crecimiento y desarrollo de México se basó, en gran parte, en la marginación y pobreza de los pueblos indígenas. El problema no ha sido, ni antes ni ahora, la diferencia de culturas, sino la explotación y la pobreza. Históricamente, los pueblos indígenas han aportado mucho para generar la riqueza de que hoy gozamos como nación. Fueron el trabajo, los recursos, las tierras, la participación en los organismos corporativistas de los aparatos políticos del Estado de los indígenas, anónimos y nunca reconocidos, los que contribuyeron a consolidar las estructuras institucionales de nuestro país; esas instituciones de las que tanto nos enorgullecemos y que permitieron la paz social y los logros del progreso y el desarrollo que, aunque desiguales, hoy disfrutamos. Las retribuciones a esta participación indígena, muchas veces forzada y obligada, nunca han sido equitativas. México presenta hoy niveles de rezago y miseria entre los pueblos y comunidades indígenas que son el legado que el país ha dado a sus aportaciones. Los datos actuales demuestran que, en México, la pobreza no sólo no ha disminuido pese al aumento de la riqueza colectiva, sino que aumenta con los años. Lo mismo sucede con los índices de concentración de la riqueza, los recursos y el poder a nivel nacional, que se elevan de manera peligrosa e inmoral, y llevan a que México ocupe hoy uno de los primeros y poco satisfactorios lugares entre los países con mayores brechas de desigualdad entre su población.
Pese a este fenómeno de crecimiento de la población empobrecida, las desventajas continúan reproduciéndose con mayor fuerza entre algunos grupos especialmente golpeados por la marginación, el hambre, la falta de opciones y la desesperanza. Entre ellos se cuentan, muy especialmente, los pueblos indígenas. En un apretado diagnóstico sobre la situación de estos grupos culturalmente diferenciados, hablantes de 92 lenguas registradas, las cifras muestran, no sólo la miseria sino la desigualdad. Y son datos dramáticos que obligan a respuestas urgentes y profundas por parte de la sociedad en su conjunto: De la población indígena trabajadora que alcanza a incorporarse en actividades que podrían generar ingresos, el 33.66% de la PEA indígena, básicamente rural y agricultora, no los percibe; mientras otro 14.02% recibe ingresos no monetarios. Por otro lado, cerca de otra tercera parte, el 32.46% de este mismo sector, percibe hoy menos de un salario mínimo, mientras que el 11.20% alcanza a percibir de uno a dos salarios mínimos. Sumando estas cifras, el 91.34% de la PEA indígena se encuentra por debajo de la línea de pobreza. La falta de recursos económicos; el agotamiento de los modelos de sobrevivencia tradicionales debido a la presión demográfica sobre la tierra; la inserción desventajosa de los indígenas en los mercados de trabajo y comerciales; la explotación continua y perenne de que son objeto bajo muy distintos mecanismos; las secuelas de la migración y el abandono de pueblos, animales, huertos y otros bienes productivos; la herencia colonial de explotación y la falta de oportunidades, de servicios y de opciones, han hecho que la calidad de vida y los niveles de bienestar dentro de los pueblos y comunidades indígenas caigan en la infrasubsistencia. Las poblaciones indígenas de México se ubican actualmente en los mismos niveles de miseria que hoy se encuentran en los contextos más desesperados de algunos países africanos o de las naciones más pobres de Asia y América Latina.
Desde esta perspectiva, los logros y retos del desarrollo en México arrastran un carácter desigual. Los indígenas concentran los índices más elevados de la marginalidad y sus regiones conforman lo que se ha denominado el espinazo de la pobreza de este país. Así, mientras el 10.46% de la población nacional es analfabeta, entre los grupos indígenas esta cifra se eleva al 44.27%. Mientras que a escala nacional se ha logrado, con mucho esfuerzo, alcanzar un nivel generalizado de secundaria y sólo el 36% de la población reporta no haber concluido su instrucción primaria, entre las poblaciones indígenas esta cifra de rezago alcanza al 75% de las personas. Tres cuartas partes de los indígenas no concluyen su educación básica inicial. En salud la situación es igualmente injusta. Mientras que, como resultado de la pobreza generalizada, la población infantil nacional presenta deficiencias de talla para su edad en poco más de la mitad de los niños y las niñas, el 50.9%, entre los menores indígenas este porcentaje se eleva al 73.6% del total. Por lo que respecta a la prevalencia de algún grado de desnutrición en menores de cinco años, el 38.5% a nivel nacional, la incidencia entre la población infantil indígena es del 58.3%. La mortalidad infantil también refleja estas desigualdades: 28.2 de cada mil niños nacidos muere a edades tempranas a nivel nacional; entre los indígenas la cifra se eleva a 48.3 por cada mil nacidos vivos. Así, la vida misma se ve amenazada en las comunidades y regiones indígenas. La falta de alimentos, la pobre calidad de la oferta y la ingesta nutricionales, las difíciles condiciones para la reproducción material y social de las familias, comunidades y pueblos, agravan las condiciones de subsistencia de estos grupos.
Si el 58.12% de las viviendas indígenas carece de agua potable, frente al 15.71% a nivel nacional, este líquido vital sólo puede conseguirse con el trabajo de quienes la acarrean a veces desde distancias muy largas, generalmente las mujeres y los niños. Si el 88.53% de las viviendas indígenas no cuenta con drenaje, frente al 24.98% a nivel nacional, no existen tampoco muchas posibilidades para el manejo adecuado de excretas, ni tampoco muchas opciones para crear entornos sanitarios que reduzcan el riesgo de enfermedades y muertes infantiles por infecciones gastrointestinales y otros padecimientos prevenibles y curables. Por su parte, la falta de electricidad en el 35.06% de los hogares indígenas, frente al 6.48% a nivel nacional, impide disfrutar de comodidades básicas como el almacenamiento y conservación de alimentos. Esto se traduce, también, en largas jornadas de trabajo destinadas a producir la alimentación de la población con infraestructura insuficiente. Y todo ello acaba restando oportunidades para el desempeño de actividades más reconocidas, valuadas y retribuidas; de actividades productivas o al menos remuneradas, que permitirían elevar los ingresos y el bienestar de las poblaciones, las familias y las comunidades indígenas. Estas cifras son recientes. La situación que retratan, no. El rezago y la marginación de los pueblos indígenas con respecto a los beneficios del desarrollo nacional, a la distribución de la riqueza generada socialmente y a las decisiones políticas, económicas, culturales y sociales que afectan su cotidianidad y su porvenir han sido constantes. La desigualdad de trato y oportunidades en la relación que el Estado y la sociedad nacionales han mantenido con estos pueblos ha sido otra característica permanente. Y estas condiciones son las que establecen que el presente sea hoy de desigualdad y pobreza.
Así, aunque la marginación y la pobreza en que viven las sociedades indígenas tiene un origen histórico que arranca desde la invasión y la conquista españolas, lo cierto es que en nuestra sociedad actual siguen existiendo mecanismos económicos, sociales y políticos que perpetúan esa desigualdad y continúan marginando a las poblaciones indígenas contemporáneas. Por otro lado, el modelo de desarrollo adoptado por nuestro país se ha traducido en una polarización excesiva entre las regiones y los sectores sociales: los polos de desarrollo contrastan con las zonas marginales y de extrema pobreza y aún dentro de una misma región en los núcleos urbanos, por ejemplo, se presentan desigualdades y diferencias derivadas de la pobreza y de un, también desigual, acceso a las oportunidades. La pobreza de las sociedades indígenas de nuestro país, como es palpable, como lo podemos observar por las calles de nuestras ciudades y por los pueblos, rancherías y sembradíos de nuestros campos, sigue aumentando. Eso dicen también las cifras censales. La liberalización del mercado y la privatización de empresas bancarias y de fomento al campo, junto con la reducción de la presencia del Estado han venido cerrando las vías campesinas del desarrollo. Y los pueblos indígenas son campesinos. No sólo agricultores, también artesanos y pescadores y comerciantes y ganaderos y hasta pastores. Pero, en todos los casos, el referente de la tierra y el territorio está íntimamente ligado a su identidad indígena. Las identidades étnicas son identidades de la tierra. Por eso, a la historia del sometimiento colonial, nuestra sociedad pone hoy, como obstáculo a la viabilidad de los pueblos indígenas, la degradación constante de la vida en el campo y del campo; la pérdida de importancia económica y política del sector primario. Con la apertura de mercados, México entregó su proyecto campesino aún en condiciones en que las contrapartes lo protegen celosamente. Si no, veamos cómo Estados Unidos tiene una de las agriculturas más subsidiadas y protegidas a nivel mundial, a la que sólo pueden comparársele, las agriculturas de Francia y Alemania.
Para subsistir como pueblos indígenas, sin perder su referente en la tierra, los grupos étnicos tienen como reto al futuro el lograr una revalorización de sus culturas que implique, también, una valoración justa a la estratégica producción rural. El desarrollo de programas y proyectos que aseguren la autonomía y la seguridad alimentarias para estos grupos será crucial en la garantía para su subsistencia cultural, identitaria. Y, obviamente, todo esto supone un reordenamiento, o cuando menos, una discusión de las prioridades nacionales: económicas, sociales, políticas y culturales. La globalización homogenizadora En la época actual de globalización, las comunidades indígenas viven cada vez en condiciones más precarias. La potencial pérdida de sus tierras y territorios amenaza con debilitar las bases que sostienen su reproducción social, cultural y material. De ahí que, ante las fuerzas de una globalización selectiva y polarizante, la lucha de los pueblos indígenas se haya enfocado a la defensa de sus derechos colectivos y de su patrimonio. Ciertamente, el proceso de globalización tiene ya cinco siglos. La modernidad europea, la época de los viajes y los descubrimientos que mostraron a las culturas de Occidente ¿al occidente de dónde? Europa está al oriente de México, por ejemplo que el mundo era redondo, ancho y ajeno. Y, esto, desde el siglo XVI tiene ya efectos sobre los pueblos indios. Algunos, incluso, desaparecieron por obra de la globalización colonial que integró a los mercados de explotación del oro y otras materias primas a vastas regiones americanas, africanas y asiáticas. Paralelamente, se iniciaron los procesos de resistencia cultural que hoy nos permiten contar con los grupos étnicos de nuestro país, por ejemplo.
Si por globalización moderna, contemporánea, entendemos hoy los procesos acelerados de integración económica casi nunca equitativa sino más bien desigual y poco menos que ineludible; de vinculación inmediata por medios de comunicación cada vez más sofisticados y rápidos como Internet, telefonía y televisión; y de construcción de una cultura de consumo que se expande incontrolablemente a través de las fronteras políticas, sociales y culturales, estamos hablando entonces de otro de los retos más importantes para la sobrevivencia cultural e identitaria de los pueblos indígenas. Uno de los signos clave de la modernización globalizada es la tendencia hacia la homogeneidad cultural. Aquí se expresa la nueva modalidad de colonización. A partir del control de los mercados, de las fuerzas económicas y de los medios de comunicación se ha construido un ideal de consumo, bienestar y ordenamiento social compartido, o quizá sería mejor decir, impuesto, a la mayoría de los grupos sociales en el planeta. En esta imagen de humanidad, reforzada especialmente por la televisión y todo lo que conlleva, las diferencias culturales apenas tienen cabida. La idea general es que todas las personas, de todos los grupos sociales aspiramos a lo mismo; y que esa aspiración se concreta, además, en un consumo de bienes materiales y culturales también similar. La propuesta de la globalidad homogenizante es que todos queremos comer lo mismo, vestir lo mismo, comprar lo mismo, hacer lo mismo y "triunfar" de la misma manera. Esta propuesta atenta contra la tradición indígena, contra las demandas presentes por el reconocimiento de proyectos alternativos. Las movilizaciones indígenas ante la globalización homogenizante plantean: ¿y por qué no hemos de tener nosotros el derecho de disentir? ¿Y qué tal que no queremos acumular sino distribuir? ¿Y qué tal que no queremos talar el bosque, aprovecharlo, sino pasear por él? ¿Y qué tal que, en vez de trabajar como peones de las carreteras, como quesadilleras junto a los albañiles, los y las indígenas queremos que no pase ningún camino por nuestras selvas? Estas interrogantes tendrían que ser válidas en una sociedad pluriétnica y pluricultural como la nuestra.
Ciertamente, la globalización entendida como la socialización de los conocimientos y de los recursos; como la construcción de puentes y causas transfronterizas e interétnicas, también puede representar ventajas para los movimientos indígenas contemporáneos por la preservación de una tradición modernizada. Los indígenas de Chiapas se beneficiaron ampliamente de la solidaridad internacional que pudieron recibir y alimentar vía Internet, por ejemplo. Hoy, algunas organizaciones indígenas se han apropiado y manejan sin problemas tecnología de punta, sobre todo en comunicaciones. Otras, han enfrentado la globalización y los retos de la modernidad intentando asumir el control de sus procesos productivos completos. Hoy en día tenemos en México organizaciones indígenas que se vinculan con mercados nacionales y extranjeros directamente, que desarrollan redes de comercialización propias a través de las fronteras y que reciben el beneficio de la transferencia de conocimientos y tecnologías desde los centros industriales y científicos. Dentro del contexto de la globalización homogenizadora, la supervivencia de los grupos indígenas como colectivos culturalmente diferenciados, es un reto para los proyectos indígenas de futuro, pero también para el Estado y la sociedad nacionales. Se trata de entender que la supervivencia cultural tiene también repercusiones materiales, productivas, políticas y de poder. Y para esto, los pueblos indígenas tienen grandes ventajas. La primera fuerza indígena frente al reto y la amenaza de la globalización homogenizadora es, sin duda, su diversidad. A la idea de la uniformidad cultural, en términos de expectativas, de lo que somos y de lo que quisiéramos ser, los pueblos indígenas oponen hoy la exigencia del respeto a sus diferencias. En términos de futuro, esto es lo que quiere cobijar hoy la propuesta de la ley Cocopa-EZLN-CNI. En este contexto, la diversidad cultural, entendida como patrimonio, requiere también de espacios y mecanismos para concretarse: en prácticas sociales, en opciones productivas, en proyectos políticos distintos. La diversidad que representan los grupos indígenas es nuestra garantía para asegurar respuestas contra la imposición homogenizadora. En la diversidad del futuro podemos poner la apuesta de nuestro desarrollo.
El libro Los indios de México de Fernando Benítez, Editorial, Era S. A. Se encuentra en la biblioteca Doctor Ernesto de la Torre Villar del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la BUAP.
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