La ciudad en una almendra Por Gastón García Cantú *
n la era de las fundaciones, Puebla es de las primeras ciudades de la Nueva España. Salmerón escribió a la reina el 15 de agosto de 1533: Y para remedio de muchos perdidos que ay desta calidad y de otros que pasan a estas horas, no se pierdan por esta vía, se ha ensayado la Puebla de los Ángeles... El poblamiento no tenía propósitos correccionales para los españoles que andaban “envueltos con indias, vagando por la tierra, hombres de poca suerte y pobres”; era un generoso intento civilizador de la Segunda Audiencia contra los que vivían “apasyonados de la codicia”: los tributos que los indios de los pueblos cercanos —Cholula, Teotimehuacán— pagaban a los encomenderos, pensaba reducirlos Salmerón a cambio de su ayuda para construir la ciudad. Ciertamente la leyenda de que la fundación de Puebla obedecía a designios divinos era explicable: una obra como la de Salmerón, Fuenleal y Vasco de Quiroga, parecía utópica. La empresa de la Segunda Audiencia y los “ángeles agrimensores” que dijera Martí, recorren el valle en los sueños de fray Julián Garcés, mostrándole los límites: un humilde “aprendiz de río” y el cauce del antiguo Atoyac; más tarde tiran del cordel de Hernando de Saavedra y posan, tutelares, al escudo de la ciudad. El día que fundaron Puebla, Motolinía, el fraile “que más tierra anduvo”, vio cómo venían los indios, por veredas y caminos, cantando y tañendo sus atabales; unos, con banderas; otros, con hermosos plumajes. Presidían el cortejo los españoles y fue cosa de maravilla ver cómo los naturales de Huejotzingo, Calpan, Tlaxcallan y Cholollan levantaron, en breve, más de cuarenta casas. Hacia 1535 un grupo de frailes y principales dijeron, no sin optimismo, que la ciudad iría “en crecimiento y sería de los mejores pueblos de la tierra.” * Gastón García Cantú, ha sido director de la Biblioteca
José María Lafragua de la Universidad de Puebla, director de la
escuela preparatoria de la misma institución. Director del El Sol de
Puebla. Ha publicado entre otros trabajos: El pensamiento de la reacción
mexicana, historia documental (1810-1962); Las invasiones norteamericanas en
México; Los falsos rumores (la segunda edición editada por el
Archivo Histórico de la BUAP); El desafío de la derecha; El socialismo
en México en el siglo XIX. Cuando arriba Palafox y Mendoza, Puebla es la segunda ciudad de la Nueva España. El obispo llega precedido por la profecía de sor María de Jesús, que había advertido que la Diócesis tendría un “pastor escogido y santo”. Entre los andamios de las que serían las torres de la catedral, van y vienen los indios cargando piedras. La ciudad era pequeña: hacia el oriente, el templo de San Francisco tenía, tan sólo, sacristía y convento; de aquí partió, hacia todos los rumbos conocidos, el hermano lego Sebastián de Aparicio. Los solares, en cuadros simétricos, anticipan la espléndida ciudad del siglo XVIII. La torre de la iglesia de San Agustín surge por sobre la arboleda de las huertas del convento. La Compañía de Jesús había consagrado su primer edificio hacia 1600. La riqueza adquirida por bienes y legados, como los de Melchor de Covarrubias y Cervantes y Juan Larios, harían posible su tarea educativa en colegios como el del Espíritu Santo. La plaza mayor era sitio para ver comedias, asistir a oficios religiosos y comprar los frutos de la tierra: manzanas y peras de Huejotzingo, flores de Cholula; maíz y trigo que provenían de las tres mil haciendas del obispado; mantas de los obrajes, ya numerosos; jarros de barro y trastos de vidrio, tan finos, decían, como los de Venecia; cordelería y cuchillos que, según fray Agustín de Vetancourt, eran como los de Toledo; jabón, sombreros de fieltro y palma; muebles de madera, herrajería y objetos de talavera. Eran los años de activo comercio con Perú. Las naos de la China y Filipinas traían sedas, jarrones de porcelana y la especiería: incentivo para ese “genio agazapado de las cocinas” que ya conspiraba en torno al paladar insaciable de los criollos. Al consagrar Palafox la catedral el 18 de abril de 1649 a la Inmaculada Concepción, termina su obra: bibliotecas y escuelas; hospitales y asilos. El indio, motivo de su delicado amor; el criollo y el mestizo, han depurado sus costumbres bajo la guía austera de su báculo. La lucha insensata —mojigangas de jesuitas para escarnio de Palafox— a que diera lugar su empresa, sirve para que la ciudad haga un examen de conciencia y descubra que él la había despojado de la índole confusa y bárbara propia de una comunidad campesina. Palafox es nuestro siglo XVII.
En el plano grabado del bachiller Joseph Mariano de Medina, está la ciudad de la primera mitad del siglo XVIII. El blanco y el negro le dan la apariencia de una ciudad medieval. Su traza, regular, geométrica, en la que el rectángulo es minuciosamente dibujado, es el que Munford atribuye a ciudades cuyo origen obedece a una idea, y no al que Spengler veía propias de culturas rígidas, carentes de alma, como él juzgaba a las ciudades americanas. Puebla, por aquel entonces, poseía un espíritu peculiar. Clavijero escribió de los poblanos: Son gente devota y muy inclinada a cosas de iglesias, tienen fama general de ser astutos y por eso se dice que los angelopolitanos tienen sentimientos: entendiéndose con esta expresión que se habla de un angelopolitano o de un hombre astuto. En el plano de Medina constan los sitios frecuentados por clérigos, monjas, alcaldes, bachilleres, arrieiros, indios, negros, mulatos, mestizos y criollos. Hacia el oriente, el “aprendiz de río” serpea increíblemente caudaloso. Cinco puentes lo saltan a tramos distintos: el de Xanenetla, el de Ovando, el de Bubas, el de Analco y el de Azcué. Sus jorobas han sido recubiertas con torrecillas y balaustradas. El rumbo del que es centro el convento de San Francisco, era el más antiguo: el de los cristianos viejos; hacia el poniente, la iglesia de San Miguel es una de las garitas. Predios de vegetación paradisíaca recortan los linderos de la ciudad. Medina juzgaba probable que en una legua de diámetro por tres de circunferencia —el área de la ciudad— habitaran doscientas mil personas. Desde la loma en la que ha sido edificada la capilla de Bethelem podemos apreciar el panorama: unos cazadores, dos de ellos jinetes, salen rumbo a los bosques que rodean la ciudad. La perspectiva es de cúpulas —Puebla, la cupular— y los colores de los azulejos indican las advocaciones: amarilla de San José; azul de la Concepción; blanco y violeta de la Soledad; verde y amarillo de Catedral. Hacia el costado de ésta, la plaza mayor y, en torno suyo, los soportales, pacíficos vigilantes de su vida pública; hacia atrás de las casas del Cabildo, en la calle de Carnicería, la Alhóndiga, por más de un motivo símbolo de la administración colonial. Tal orden, casi riguroso, hace posible que advirtamos lo que sería la
ciudad al término de aquel siglo. La existencia de sus habitantes está
custodiada por los ángeles, con sandalias y vestiduras dieciochescas,
que portan escudo con una leyenda: “Angelis suis Deus mandavit de te ut
custodiant te in omnibus viis tuis”; palabras del Salmo 90, versículo
II: “Porque él mandó a sus ángeles que cuidasen de
ti; los cuales te guardarán en cuantos pasos dieres”.
El 5 de enero de 1807 don José Antonio de Santa María e Incháurrigui, maestro, arquitecto y agrimensor, terminó la pintura del plano de la ciudad. Es el testimonio más hermoso de nuestro pasado colonial. Entre las sombras verdes que la rodean, Puebla aparece sobre el valle roja y blanca. Todo ha sido concluido: edificios y templos; colegios y paseos. Bajo la intendencia del Conde de la Cortina, Manuel de Flon, el apogeo de los criollos culminaba. Parece que Puebla surgiera de una fábula. Se había inventado un estilo de vivir que imprimió sus delirios en la arquitectura, los altares y los sitios de pereza o meditación. La capilla del Rosario es el testimonio de un espíritu ensimismado; en aquel laberinto torturado, que sigue un infatigable curso apresando mitos, el criollo se fugaba al único mundo en que podía vivir en libertad: el de sus sueños. Habitante de un país mágico y cruel; dueño de la tierra y a la vez extranjero en ella; sabio en retórica, aprendida en los colegios de San Pantaleón, San Juan, San Pablo y San Pedro, había creado objetos y cosas para deleitarse en ellas: La arquitectura y las metáforas; los pecados —pecados barrocos, sobre todo el de la gula— eran ejemplos, a pesar del arrepentimiento que traían consigo, de su genio lúcido y apasionado. Mas el brillo y el esplendor eran creados por quienes padecían en minas, haciendas y obrajes. Indios y mestizos; negros y mulatos, iban a ser la mano de la justicia que ya presintiera fray Antonio Vázquez de Espinoza al descubrir cómo los obrajeros capturaban a los indios indefensos para encarcelarlos en sus casas, bajo tapia y grillete. Para que tejieran, hasta el último día de su vida, las telas que dieran fama a la ciudad. De la sencilla comunidad rural del siglo
XVI a la ciudad de principios del
XIX,
la huella de la historia quedaría en los hierros forjados, en los muebles
de madera tallada, en los delicados jarrones de Talavera; en casas y templos,
en las pinturas de los Echave y Rodríguez; Juárez, Borgraff, Villalpando
y Peryns; en las esculturas de los Cora e Ixtolinque; en los libros de la biblioteca
Palafoxiana; en las joyas de oro y de coral y en planos como los de Incháurrigui,
recreada con sus propios colores: roja y blanca: ladrillo y estuco. El liberalismo poblano es obra de Patricio Furlong. En la pintura que de él se conserva, parece un personaje napoleónico. Y él fue, en el buen sentido: enemigo de los fueros; insurgente y hombre de los nuevos tiempos, resistió al ejército de Bustamante en apoyo de Vicente Guerrero. Prisionero durante ocho meses, al recobrar su libertad auxilia a Santa Anna —esa vez federalista— y favorece la derrota del antiguo régimen en Zavaleta; donde surge la administración precursora de la Reforma. Abril de 1833. Durán y Arista se sublevan. Sale Santa Anna, no a perseguirlos, sino a confabularse con ellos. Mientras el ejército avanza sobre Puebla, el clero atiza la conspiración. Arista pone sitio a la ciudad. Furlong y Guadalupe Victoria, comandante de la Plaza, ordenan su defensa con mil 300 “cívicos” y 11 cañones. Los sitiadores no pasaron del rumbo del Parían y de la calle de San Cayetano. De aquellas hazañas sólo quedaron los versos lamentables de José María Lafragua y el parte de Guadalupe Victoria, en el que consta la defensa de la federación y de las leyes, surgidas de la mano sabia de Gómez Farías: Desearía tener lugar para manifestarle los heroicos esfuerzos con que esta benemérita tropa y este pueblo entusiasta han sostenido y están sosteniendo su libertad y las instituciones federales, cooperando al efecto del modo más eficaz su digno gobernador. Despejados los parapetos entró el ejército, verdadera columna
volante del cólera morbus. Fallece Patricio Furlong y el mando, por voluntad
popular, recae en su hermano Cosme. Las tropas desocupan la ciudad. La paz,
sin embargo, es efímera: la rebelión contra Gómez Farías
se desbordaba en sacristías y cuarteles. La ciudad lanza un manifiesto
—una última tentativa para impedir que Santa Ana diera un golpe
de estado contra su propio gobierno— en el que se jura defender la religión
y sostener, a la vez, el pacto federal. En vano. El plan del ejército
era el de Escalada y Santa Anna ordena a Luis Quintanar someter a Puebla para
entrar, a la mayor brevedad posible, en Zacatecas: el oro y la plata de sus
minas fueron, quién lo duda, el móvil de aquella cuartelada. Cosme
Furlong reconstruye las defensas en las que hacen frente tres mil “cívicos”
a 7 mil soldados con 30 cañones. Dos meses duró el asedio. Ninguna
ciudad resistió al ejército como Puebla, teniendo los anatemas
del obispo a la espalda. Al entrar Quintanar la furia negra se abatió
sobre los liberales, al punto de borrarse toda huella de su lealtad a la federación.
Al amanecer del 14 de mayo de 1847 llegaba Santa Anna con dos mil soldados de caballería a Puebla. Una breve escaramuza en Amozoc había demostrado al general Worth la débil defensa de la ciudad. Su proclama, expedida en Nopalucan dos días antes, fortaleció el ánimo de los propietarios. La santa religión que profesan —escribió Worth— así como todas sus formas de observancia, serán respetadas, y sostenidas las autoridades civiles para el mantenimiento de la administración y de las leyes. Santa Anna tuvo tropiezos para ir, al paso de su caballo, por las calles: el pueblo le pedía armas y vitoreaba a los héroes de la independencia. Me pedía armas para defenderse, confesó Santa Anna, dando las más patentes señales de amor a la libertad de su patria. Santa Anna, como en todas las acciones de aquella guerra, pasó de largo; esa vez hacia San Martín Texmelucan. El general Nicolás Bravo también salió de la ciudad. Don José Rafael Izunza, el gobernador, se retiró, prudentemente, a Atlixco; le siguió, poco después, el secretario del Ayuntamiento, Manuel Orozco y Berra.
El pueblo desarmado, al extinguirse el galopar de la caballería mexicana, destruyó las balaustradas de los paseos públicos, arrancó las plantas, los árboles y profirió las injurias tradicionales; los clérigos, atemorizados, hicieron tañer las campanas. A esas horas salió, rumbo a Chachapa, una junta de notables poblanos para pedir al general Worth “garantías para la ciudad”. Un día después, siete cuerpos de infantería, trece piezas de artillería, 200 carros y las bandas de música del ejército norteamericano, acampaban en las calles. Al día siguiente se abrieron las iglesias y Worth hizo una visita de cortesía al obispo Vázquez quien, a su vez, la devolvió al general media hora más tarde. Las tropas, entre tanto, dormitaban junto a sus cañones y fusiles. El pueblo —mujeres y niños— se acercó curioso hasta ellos. Se ha escrito que en ese instante pudo cambiar el curso de la guerra si, con puñales y uñas, se hubiera atacado a los invasores. Pudo ser. Lo mismo que en Monterrey, Veracruz o Jalapa, un destino adverso pareció detener el pulso de los mexicanos. Diez de marzo de 1856. Al amanecer, la caballería de Comonfort avanza sobre el convento del Carmen. Los sublevados: batallones y lanceros de Guanajuato, indígenas aturdidos de Zacapoaxtla, al mando de su cura Ortega, soldados de Severo del Castillo, tropas de Osollo y la Legión sagrada, con sus capas blancas y cruces rojas, esperan resistir después de su derrota en Ocotlán. Tañen las campanas. El arzobispo Labastida y Dávalos no se da reposo: bendice batallones y exige, a las familias atemorizadas, oraciones y más oraciones. Antonio de Haro y Tamariz, ordena, grita y ve, calle tras calle, que sus sueños de fundar un imperio con el hijo de Iturbide se desmoronan como los débiles parapetos. Huye la Legión sagrada, corren despavoridos los indígenas, se ocultan los lanceros, claman perdón los soldados. Comonfort les cierra todas las salidas. Enmudecen las campanas. Por San Javier, El Carmen, el Molino de Enmedio, San Francisco, Analco... entran las tropas. El día 22, en el cuartel general del Carmen, Manuel Doblado, Vicente Rosas, Ramón Iglesias y Pascual Almazán —el autor de La hija del judío— firmaron la capitulación. El ejército entraba en la ciudad el día 23. A la mañana siguiente, Comonfort acude al Te Deum en la catedral. Los vencidos se confunden entre los cuerpos vencedores. La trama que brotaría en Tacubaya un año y medio después, empezaba a urdirse. Sobre Puebla cae, como un epitafio, el adjetivo de levítica. El duelo ha sido, en realidad, entre dos poblanos: Ignacio Comonfort y Antonio de Haro y Tamariz. En pugna, el sexto sentido de que hablara Clavijero; virtud si lo auxilia el saber; defecto si lo impulsa el temor y la envidia. La batalla se libró, previamente, en su conciencia. Comonfort deseaba la reforma sin los liberales. Apto en transacciones —Ocampo lo descubrió así en Cuernavaca— pretendía atraerse a los conservadores con gestos y perdones. Haro y Tamariz, obstinado, sólo deseaba la prolongación de los privilegios coloniales. El pueblo permaneció ajeno a esa lucha; por ello, de todos los sitios habidos en la ciudad el de marzo de 1856 fue el más breve. “Religión y Fueros” no fue móvil de sus luchas. No obstante, Puebla fue el símbolo de la resistencia reaccionaria, a pesar de que las gavillas que la formaban procedían, principalmente, de Occidente; de pueblos morados, no de ciudades abiertas. Todo lo de 1856 fue olvidado, menos el epitafio: levítica, levítica.
A las cuatro de la tarde con 45 minutos del 5 de mayo de 1862, don Alejandro Ruiz observó la retirada del ejército francés, desde una de las torres de la Catedral, anotando minuciosamente: Continúa el viaje de los trenes del enemigo en retirada sobre el camino de Amozoc: las columnas de infantería estaban a derecha e izquierda, descansando a los lados del camino, se fraccionan y entran en línea, interpolándose con los carros. Así empezaba a retirarse el ejército invasor, después de tres tentativas por apoderarse del Fuerte de Guadalupe. A las cinco de la tarde los franceses levantaron las posiciones establecidas
en las haciendas de los Alamos, Rentería, cerros del Tepozúchitl
y Amalucan; don Alejandro Ruiz escribió: Una descubierta de caballería
forma la cabeza de la columna que marcha sobre el camino de Amozoc: en el centro
se coloca la artillería; entran enseguida un grupo de 100 caballos a
retaguardia de la artillería; finalmente, cierra la columna un cuerpo
de infantería que desaparece entre las sinuosidades del camino, a cosa
de mil 200 metros de la Garita de Amozoc. La defensa de la ciudad no fue obra del azar ni de la improvisación. En el plano de las operaciones, publicado por Cumplido en 1862, las manzanas estaban como escuadrones, a pie firme; los cerros, fortificados y, partiendo de Guadalupe, en línea casi recta, el Cuartel General de Zaragoza en la iglesia de los Remedios. Hacia la izquierda de ésta, la línea flexible de la garita de Amozoc. Ya en pleno valle, en el flanco izquierdo de Loreto, una fracción de caballería; entre ambos fuertes, tropas de infantería. Este plano representa, por líneas azules, a los invasores; por colores rojos al ejército mexicano, pero no puede dar una representación clara de los defensores: desposeídos, pobres, casi hambrientos. Entre ellos, un grupo de jefes y oficiales de singular valor: Lamadrid, Berriozábal, Díaz, Negrete, Colombres. Nunca, en las historias armadas del país, volvería a darse ejemplo semejante. Justo Sierra hizo la comparación acertada: “No es Platea, es Maratón, es Maratón por sus inmensos resultados morales y políticos. ” Zaragoza sabía, después del fracaso padecido en Acultzingo, que los franceses volverían a sitiar la ciudad. Los preparativos para la defensa comprendían un vasto perímetro a cuyo poniente estaba el cerro de San Juan. González Ortega no abarcó la línea defensiva hasta ese punto y, allí, precisamente, estableció Forey su Cuartel General. El 24 de marzo de 1863, desde la paralela situada a 600 metros del fuerte de San Javier, los cañones franceses abrieron fuego, incesante, diario, hasta el 17 de mayo. Ningún sitio, de los que Puebla fue víctima en el siglo XIX, tuvo semejantes proporciones. Dentro de la ciudad había 23 mil 930 hombres; rodeándola por San Bartolo, Amalucan, Manzanilla, Santa María, San Felipe, Rancho de las Animas y San Juan: 26 mil 300 soldados, entre los que se contaban las gavillas, que los franceses llamaron Marquésians, de Taboada, Márquez y Gómez Lamadrid. El auxilio que había de dar el Ejército del Centro, al mando de Comonfort, no pasó de una escaramuza frente a Loreto y Guadalupe. Los mexicanos distinguieron una fracción de caballería que pronto se perdió entre los árboles. Víveres y municiones escaseaban. La población pretendió salir por el rumbo del Carmen en busca de alimentos: esfuerzo inútil. Las balas francesas la detuvieron. A pesar de la superioridad en armas, los invasores sólo ocuparon la fortaleza
de San Javier. Oradaron innumerables casas, hasta llegar a las del Hospicio.
Por el sur, no pasaron de la calle de Pitiminí; más al oriente
fracasaron ante la heroica defensa de Auza en la iglesia de Santa Inés.
El último combate, cuerpo a cuerpo, se libró en la calle de la
Reja; después, el silencio, en que se apreció el incalculable
destrozo: casas, templos, calles y paseos, casi arrasados; unos por los proyectiles;
otros, por los baluartes y las trincheras.
El 17 de mayo escribió González Ortega su histórico documento a Forey; en él consta la decisión suprema: A las cinco y media de la mañana se tocará parlamento y se izará una bandera blanca en cada uno de los fuertes y en cada una de las manzanas y calles que dan frente a las manzanas y calles que ocupa el enemigo. A esa misma hora la tropa, contra rejas y ventanas, balcones y trincheras, destruía sus fusiles, echaba agua en los sacos de pólvora, sobrecargaba los cañones para quebrar la cureña y dejarlos inútiles. Sobre adoquines y piedras quedaban los restos; jefes y oficiales quemaban las banderas y se reunían, en el atrio de Catedral; otros, en el Palacio de Gobierno, para rendirse. Al abrirse paso el ejército invasor, concluía el sitio por el que México, en
Puebla, había demostrado lo que salva a una Patria.
Los mismos franceses lo reconocieron al preguntar a Bazaine ante la victoria
alemana: “¿Por qué no hicisteis lo que los mexicanos en
Puebla?” La reconstrucción de la ciudad fue obra del porfiriato. Las calles,
entonces, se hundían en las esquinas, bajo puentes diminutos; el agua
se escurría por un delgado lecho hacia el oriente, donde Puebla se quebraba
en las márgenes del río San Francisco. Si el viaje era premeditado, se despedían de sus parientes, ordenaban su alma y sus ahorros y, a bordo del ferrocarril, que Altamirano calificara de obra notable del progreso, iban hasta la capital del país para pasear por las calles de Plateros y la Cadena; la Alameda, Reforma y el bosque de Chapultepec, Aventura inolvidable si coincidía con la de oír a Caruso a la Tetrazzini. Unos cuantos, privilegiados, conservaron el recuerdo, como honor de familia, de haber asistido a las fiestas del centenario de la Independencia. Puebla permanecía cerrada. Sólo el tesón y la lucidez de los profesores del Colegio del Estado —la medicina, con María y Moreno, Vergara y Bello; la jurisprudencia, con Béistegui e Izunza; la filosofía, con Serrano, y las humanidades, con Escobedo, éste desde Teziutlán— mantenían la obra propia de la cultura. Nunca, como entonces, tuvo vigencia el método impuesto por el campanario.
La vida estaba gobernada por “un complicado mecanismo de relojería”:
todos en su lugar; todo a su hora. Horas vividas profundamente en torno de la
mesa familiar y la tertulia, gozadas en los paseos dominicales en el zócalo,
bajo la sombra del toldo municipal; o bien disfrutada en el deleite de las verbenas
populares: el 28 de agosto, en San Agustín, el paraíso tricolor
de los chiles en nogada; la comunión vegetal de las peras benditas, en
la Soledad; las frutas de almíbar, el 16 de julio, en El Carmen, que,
además, ofrecía la calabaza en tacha y los buñuelos dorados
sobre la lumbre; los jamoncillos y los molletes en Santa Clara, el 12 de agosto.
El pan bendito, los aljófares, tiernos elotes y tazones con chileatole,
llenos de vaho en la transparencia del aire después de la lluvia, el
4 de octubre, cuando las nubes huían al concluir el “cordonazo”
de San Francisco; muéganos, en La Luz, por mayo, con la algarabía
de los matachines gigantes. Además de la cita devota y el deleite, había
enramadas como las de San Cristóbal, que ofrecían juguetes y ropa,
al término de los palos encebados o en los barriles que daban vueltas
entre vítores y burlas...
Hacia las siete de la mañana de un día de noviembre de 1910, una mujer y varios niños salían de la casa de la Portería de Santa Clara número 4. Apresurados, doblaron la esquina. Los policías no advirtieron ningún movimiento extraño de los vecinos. Tañeron las campanas de la iglesia convocando a misa de siete. Instantes después se oían las campanas de los templos de Santa Teresa y San Cristóbal. Pasó, al trote mañanero de dos caballos, una carretela. El sacristán de Santa Clara abrió la reja del pequeño atrio. Algunas viejecitas se santiguaron. Un muchacho barría papeles dispersos sobre los adoquines. Dos gendarmes, reclinados desde el amanecer en la pared del templo, se alejaron. La calle volvió a su monotonía. Tres hombres aparecieron; en medio de ellos caminaba, apresurado, enérgico, el coronel Miguel Cabrera, jefe de la policía. Los gendarmes se apostaron, vigilantes, en el zaguán de la casa número 4. Cabrera y sus hombres pasaron el umbral. Poco después se oían varios disparos. Del grupo de Cabrera salió corriendo un solo hombre. Los gendarmes, atolondrados, le siguieron. Antes de cerrarse el zaguán, varios jóvenes arrojaron a la calle dos cadáveres. Al verlos gritó una mujer. El muchacho que barría fue el primer vecino que vio cómo asomaban, por la azotea, otros hombres con sus carabinas. Empezaba la batalla de Aquiles, Máximo y Carmen Serdán, Andrés Cruz, Juan Cano, Manuel Paz y Puente, Carlos Corona, Francisco Pérez, Fausto Nieto, Clotilde Torres, Manuel Méndez y otros combatientes cuyos nombres se perdieron para siempre. Los sitiados harían frente, durante siete horas, a la gendarmería y a los cuerpos regulares del ejército. Hacia las tres de la tarde concluyó el combate. Custodiadas por soldados y gendarmes, salieron Carmen Serdán, Filomena Valle de Serdán, doña Carmen Alatriste de Serdán y dos niños. La gendarmería invadió la casa; al atardecer, los curiosos se agrupaban frente a la casa. ¿Dónde estaba Aquiles Serdán? ...a eso de las dos de la madrugada, oí —declaró el oficial de gendarmes Porfirio Pérez— ruido en la pieza de al lado y me puse en guardia... Mis compañeros quedaron silenciosos y yo me levanté en el momento en que se oían claramente sus pasos. De pronto apareció Serdán llevando en la mano una pistola. Iba como tomado, porque se ladiaba mucho, pero al verme, ya en el quicio de la puerta se detuvo... En cuanto lo vide, le apunté con la carabina. Entonces él, con voz muy triste, me dijo avanzando:
—No me tiren, que soy Aquiles Serdán. En el escritorio de Aquiles Serdán había libros —entreabierto uno de Federico Gamboa— y varias cuartillas manuscritas. De ellas la proclama para el levantamiento del día 20 de noviembre, anunciado por Madero, decía: ...Probemos que todavía hay hombres en México... Ciertamente, a una ciudad la hace el tiempo y la obra de los hombres. En 50 años Puebla ha cambiado hasta dejar de sus tradiciones una débil huella casi inadvertida. Todavía en nuestra niñez guardaba su sello íntimo, la manera peculiar que fecunda la imaginación en actos sencillos y conmovedores. Despertar el día de San Juan y encenderse la llama militar, era un rito
anual e invariable. Todas las hazañas de la guerra patria, en las que
la muerte era una compañera inofensiva, tenían lugar en el zócalo.
Ese día, tendidos en filas compactas, nos aguardaban fusiles, espadas,
kepís blancos, negros, banderas. Había cañones y mochilas
de los batallones históricos: 57, San Blas. Los juegos se organizaban,
sin saberlo, asistíamos al recuerdo de un joven oficial, casi niño,
muerto en el sitio de Orihuela y al que su padre, el general José María
González de Mendoza, había querido recordar en la manda que se
cumplía en nuestros combates, haciendo del quiosco un baluarte, de cada
árbol un parapeto, de cada banca una fortaleza desde la cual disparábamos
infatigables. Tañían las campanas “La María”,
doce veces; 12 horas. Alguna hoja, desprendida de su rama, caía inadvertida.
|