Año 7, número 6
H. Puebla de Zaragoza a 25 de marzo de 2004

Viñetas del Carolino
Por Juan Porras Sánchez

Ilustraciones originales del Sr. Salvador Ortega Salazar, por cortesía de Juan Torres Vivanco. Universidad Autónoma de Puebla. 1964.

Siendo candidato a la presidencia de la república el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, visitó en junio de 1964 la Universidad Autónoma de Puebla en donde había sido vicerrector cuando era Colegio del Estado. Por este motivo le fue entregado el libro Viñetas del Carolino, cuyo autor había sido su condiscípulo en la Escuela de Derecho. El trabajo se inicia con un prólogo que es una semblanza de Juan Porras Sánchez, después una dedicatoria al candidato presidencial y finalmente un canto a la revolución mexicana que no se publica en la presente gaceta. En cursivas presentamos la dedicatoria, después el texto y al final la semblanza del autor.

Al paso de un pueblo que lleva a un hombre hacia el supremo quehacer de la patria; al retorno de un hijo que un día, grato a los dioses, aquí diera al espíritu opulentos relieves y que en la egregia reciedumbre de un claustro, (8 de febrero de 1937); velara sus armas.
Al Sr. Lic. Gustavo Díaz Ordaz.
Colegio Carolino, junio de 1964.

 

 

 

 

Artesanía del Espíritu
“Pensar bien para vivir mejor” es el lema de la Universidad Autónoma de Puebla, que debe pasar a los estratos sensibles del corazón, por su hondo significado humanístico: no sólo pensar bien; — raíz e impulso de la verdad— como instrumento para la existencia, para la vida superior:... encauzar el flujo del ser y del acaecer, para que a sus filtros de inquietud y de fatiga, de amor y de dolor, no falte nunca el estremecimiento, frontero de la gracia, de los supremos atributos humanos.

El Fundador
Melchor de Covarrubias y Cervantes
(Imagen y Semejanza)

S

almo recitado en la obscuridad que nadie ataja... ceniza desparramada, sin epitafio ni paralelo, en la sombra.
Como hombre: polvo, una borla frustrada y una espada de capitán. Humildes y largas manos munificientes.

Su caballo aprendía el ritmo y el ademán comedido de su gentileza, y a su tiempo el corcovo indómito de su valentía.
Se atolondró un ángel rezagado del sueño de Garcés, dobló sus alas y encarnó en un hombre. Fue un impulso vital; un magno símbolo. Señor de fábula para nuestro escepticismo.

Sus manos, largas de toda liberalidad, las reconocen los niños hacia el amanecer, el día de Reyes.

Figura de don Melchor de Covarrubias que yo en vano pretendo describir, frente por frente de su vivo retrato, sombra de lo que fue en su contingencia física, en su humana materialidad. Hoy sólo nos es dable mirarlo con los ojos del artista que lo pintó.
 

 

De criollo indiano, el tipo clásico del 16; connaturalizado el ámbito americano, tirado en su esencia de la sangre de España y aturdido por la raíz geográfica de su origen, lo tenemos aquí de cuerpo entero, presidiendo el doctoral silencio, en el Aula Máxima de nuestra insigne Universidad.

Extraña mezcla de soldado y misionero, no en ocio confortable, sino de pie, sexagenario, emergiendo el noble rostro de la gorguera barroca; el sayo recamado que cae uniforme sobre los hombros; rostro apacible, de inteligencia y penetrante mirada, tersa y contorneada frente; mentón fuertemente pronunciado que apenas la barba domesticada, retoca; pómulos salientes, dócil y entrecano cabello; boca y nariz proporcionadas, abombadas calzas, medias enjuntas y discreto calzado.

Cientos de años que no baja, como solía, la diestra mano del pecho, porque ya es polvo su corazón a unos pasos de aquí.

Al fondo, la arquería opulenta del Virreinato, de cuyas bóvedas descienden los cortinajes que sustentan el escudo de armas del caballero; heráldica que repite como un eco magnífico el salón: la astucia del lobo, la munificencia de la torre de plata, la nobleza de la flor de Lys.

A su alcance, el bastón de su hidalguía y el sombrero ceremonioso.

Ésta es objetivamente, la figura del hombre modelado en la materia circunstancial, en cuyo barro le tocó nacer.
Atrayente, gallarda figura que hoy nada nos diría, si ese barro no hubiera contenido, a lo largo de toda su existencia, el soplo heroico de su espíritu.

Fruto a distancia de aquella España en cuyos dilatados dominios no se ponía el sol, nace en esta Puebla don Melchor de Covarrubias hacia 1530. Se había operado ya una de las más grandes conmociones históricas: el Descubrimiento de América que a una vuelta del mundo, realizó el visionario genovés, con la palanca de Arquímedes de la fe, cuando la realidad se buscaba por caminos de fantasía; cuando aquella “razón de la sinrazón” de que nos habla el ilustre Manchego, fue la síntesis de una edad mística, en que el hombre, consciente de su impotencia, confía su imaginación a la divinidad, para descomunales audacias.

Nace pues don Melchor en esta América, después de la etapa heroica en que la leyenda apenas cede paso a la historia.
Diré más: nace después de consumada la conquista, cuando apenas se inician los tres siglos de dominación española sobre las ruinas humeantes que inciensan la gesta de Cortés. Ha rodado ya, sin pies para levantarse, el símbolo de Cuauhtémoc añadido de fuego. La antigua Tenochtitlán se halla en el vértigo doloroso de su transformación. Se ha envainado la espada y erigido el látigo, desdoro del encomendero. Sólo un viejo soldado empuña la pluma estremecida aún por el eco de la epopeya, en la Regencia de Guatemala.

Habían llegado soldados de otra levadura: raídos los hábitos, levantadas las manos, hambrientos, mansos, vencidos de antemano por el amor.

Y chocan la cruz y la espada, y alza sus cóleras magníficas Fray Bartolomé; vence la misericordia, y se inicia la conquista espiritual en la etapa más heroica de México.

La cruz pone relieves trágicos en el alma del indio que siente la caricia del misionero y algo se le revuelve en el corazón, algo que lo identifica con el Cristo llagado de los blancos.

Después, un indio maya de Chumayel, se crucificará en el alfabeto con sus siete palabras de agonía.

Todo esto era el pasado inmediato, y la Puebla, nacida de un sueño como la escala de Jacob, ya tenía el trazo angélico de la segunda ciudad de Nueva España.

Iglesias y conventos van surgiendo, y señoriales mansiones comienzan a dar a la urbe sus perfiles característicos con sus clásicas arcadas, sus enlajados patios cuyo acceso guardan celosamente los escudos de armas de sus frontispicios.
Calles tranquilas como un largo bostezo en que se cruzan: el engreído criollo y el mestizo sagaz, el indio dócil y el borlado clérigo, los estirados alcaldes y las monjas ceremoniosas, los alguaciles y los arrieros....

Sobre los empedrados, el retintín de las espuelas y el metálico trote de las cabalgaduras.

En ese ámbito osciló la infancia de don Melchor quien, educado en la severidad religiosa de la época, debió corretear sus alegrías por esas calles de Dios, y acaso en sus inquietos ocios, alguna vez atajaría la carretera seráfica y trashumante de Sebastián de Aparicio, el lego iluminado que, bautizando la geografía, iba en los tumbos de sus maderos crujientes tirado del tronco de sus bueyes alados, abriendo brecha a los caminos de México.

Aquí sin duda hizo Melchor sus primeras letras. Imponía la época dos extremos de consideración social, y así el joven de posibilidades, era un péndulo que oscilaba entre la iglesia y la milicia, Melchor se inclina por lo primero y allá va elegido de Dios, hacia los dorados campos de Michoacán, ni más ni menos que a la sombra de Vasco de Quiroga: el santo obispo que apacentaba su rebaño como pastor alguno lo hizo jamás.

Allí, convertido en seminarista, aprendió los latines y las filosofías, y en el espejo de virtud de Tata Vasco, entendió la esencia del amor como caridad, como desposesión plena. No fue la perseverancia en el designio sacerdotal lo que influyó del santo obispo en el alma del iniciado, sino el desprendimiento de las cosas terrenales.

El seminarista viste el traje telar, cruza piadoso las manos sobre el pecho, y años más tarde, en rito solemne, vértice emotivo de la liturgia, inclina humilde su cabeza, mientras las manos del santo de Quiroga forman el círculo de su primera tonsura, primera formalidad del sacerdocio.

La gente del pueblo se acerca para besar sus manos; le hablan con la música esdrújula de la lengua nativa para que el seminarista de pábulo a su capacidad de ternura. Pero algo sin embargo le transforma, como una idea repentina que empieza a obsesionarle, y termina por moverle la voluntad.

Deja, (sin que sepamos la íntima causa), definitivamente los hábitos, y abandona la tierra de Michoacán ante la comprensiva sonrisa del pastor.

Llega, hombre ya maduro, a su ciudad natal. Nuevos planes de vida lo hacen marchar a Oaxaca en donde se dedica al comercio durante varios años. Forma un caudal de consideración y vuelve a Puebla en donde había de pasar el resto de su vida.

Hombre entendido al fin en todos los secretos de la política, se interesa por los problemas del virreinato, del cual, por mandato de Su Majestad es consultor: de ahí que con esa lealtad y munificencia que el monarca le reconoce, obsequie diez mil pesos a las autoridades civiles para los gastos del reino.

Sabe que el hombre acaudalado no debe acumular riquezas por afán egoísta, sino por un sentido de utilidad colectiva.

Contempla desde su celosía, grupos de jóvenes ociosos que desvían su entusiasmo en frivolidades, por no existir colegio que los encause. Se entera de las penalidades del padre de la Concha, emprendedor jesuita que, llegado a esta ciudad en 1578, ha establecido, con otros sacerdotes de su orden, el Colegio de San Jerónimo que se sostiene de limosnas.

Don Melchor que como ningún otro, supo a su tiempo justipreciar tan noble empresa, no esperó que llamarán a su puerta con tímidos aldabazos, y sale a prodigarse.

Fue como si de pronto abriera de par en par su granero a todos los que padecieran hambre; como si enajenado de sí mismo volcara de pronto sobre la calle los metales preciosos pacientemente acumulados; ... como si el santo de Quiroga le encendiera las manos de generosidad. Qué pobre se sentía Don Melchor frente a los áureos doblones infecundos. No era hombre que se satisficiera con los rendimientos del humano convencionalismo, ni bastaba a su paz interior, la agradecida provisión real, ni la mirada implorante de los virreyes que urgían de su consejo. Sentía un algo frustrado en su corazón, un algo que gravitaba sobre su conciencia como desinterés pleno, como un largo deseo de perpetuidad.

 

Hizo de su dádiva un deber, una trascendente prolongación de su vida, sin mirar a su alrededor, por si faltaba a la cita los otros Reyes Magos que aún espera nuestro Colegio: No. Don Melchor, solo a lo largo del tiempo, volcó su fortuna sobre esta casa, cambiándola por el puro goce místico de considerarse el fundador de los estudios de gramática, filosofía y teología, y para la integración de una biblioteca.

El escribano de Su Majestad, apenas salido de su asombro, otorgó la consiguiente escritura el 15 de abril de 1587.

Lo demás, fue evangélicamente, por añadidura, vinieron días gloriosos para el Colegio que pronto alzó, en el arte y en la ciencia, antorchas universales: sombras que aún se pasean iluminando los corredores. Sigüenza y Góngora, Francisco Javier Alegre, Rafael Landívar, el padre Abad, el padre Clavijero.

Así fue eslabonándose la continuidad espiritual de este colegio cuya fábrica maravillosa aún dilata sus magnitudes en nuestro tiempo.

Pero hay un aspecto interesante en la vida de don Melchor convertido de pronto en militar por una Real Provisión de 1579, que recomienda al cabildo de esta ciudad, sus grandes merecimientos, y ordena se le de el mando de una compañía a fin de que marche a las costas del Golfo a fortificar el puerto de San Juan de Ulúa en previsión de un ataque de corsarios cuyos rápidos veleros sedientos del saqueo, se pasean amenazantes.

Don Melchor, quien sin duda debió tener conocimientos en el arte de la guerra, organizó la mencionada compañía, y dotándola de su propio peculio, marchó diligente a las costas veracruzanas.

No hay dato histórico que nos refiera el resultado de su empresa, pero puesto que a su regreso, se le da el tratamiento de capitán, debió cuando menos dirigir la fortificación del puerto ahuyentando a los intrusos.

Consta también que por especial encargo de Su Majestad, fue consultor de los virreyes en los negocios más arduos del reino, honroso título del que “jamás se quiso valer”.

Muere el hidalgo el día 25 de mayo de 1592, y la ciudad entera se vuelca sobre su ataúd.

Hoy reposa su sueño infinito muy cerca de aquí; tan cerca que casi puede oírme: en la sacristía del templo del Espíritu Santo.
Su obra no se limitó a remediar la enseñanza superior y a subvencionar al poder público, sino que su misericordia se extendió a varios conventos de esta ciudad y casas de asilo.

Temeroso de Dios, y sin sentirse merecedor de cosa alguna, dejó pagadas más de dos mil misas intercesoras de su alma, no para prolongarse en el recuerdo de la comunidad en que vivió, sino para asegurar el goce eterno en la oración diaria de los que lo amaron.

Helo aquí, nacido para un doble inmortalidad, de la que supo en su hora, tener conciencia... Padrino inconmovible que se consideró, apenas como hombre, polvo; una borla frustrada, una espada de capitán y humildes, largas manos munificentes. Un símbolo.

...Y tú, escribano del rey, que pusiste tu signo y sellaste el juramento a don Melchor, de cuyo eco somos puente y de cuya munificencia somos fruto... Tú, montoncillo de polvo lunado que noche a noche cruzas por los patios y corredores de esta casa con tu tráfaga de ceniza... has constar, en la partida amarilla de tus infolios de niebla y eternidad, que aún sigue fructificando en nosotros, la primera simiente.

Canto de amor al Carolino

S

itiado de cúpulas lujuriosas y de sonoros bronces; de heráldicos azúcares todavía llenos de exvotos; ...cercado de perfiles vetustos que hacen altura para cuajar prodigios de cantería; evocando el pasado que ríela en la ojera de los azulejos, alza sus preclaros bastiones el Carolino.

Se reclina en sus hombros el templo de La Compañía y aún son lo mismo en la material levadura, en la objetiva contingencia, como las dos manos del hermano Juan Gómez, el arquitecto visionario.

Algo queda de fervor en los claustros anchurosos, como un eco perdido, como un trajín de cuentas enredado con hilos de ceniza en los dedos.

Sombras esclarecidas de la Colonia; manos de don Melchor, padrino inconmovible; nervio y travesura de Sigüenza; éxtasis de Landívar; fulgor de Alegre y genio de Clavijero.

Sombras propicias de la Independencia, de la Reforma y de la Revolución: astro y gallardía de los Cabrera; claros prestigios de Lafragua, de Béistegui, de Aspiroz, de Lobato y de Espinosa Bravo; ilustre de Serrano y de Isunza.

 

Qué casa tan grande de este señorío de cantera, centenario en el tiempo sucesivo y en el espacio sin sucesión... con los forjados hierros de sus faroles fronteros que guardan los portones; con su opulento vestíbulo; con sus viejos retablos y sus ilesos claro-obscuros.

Caen de las cúpulas, sobre escalinatas y corredores, diagonales de ámbar y corren a espiar, por las rendijas de las puertas, el íntimo recogimiento de los claustros.

Caobas suntuarias en las sillerías del Aula Máxima: tribuna epónima y foro donde, más de una vez, veló sus armas el espíritu.

Cedros fragantes del Salón Barroco: madeja de símbolos; liturgia de encajes; metáforas de azúcar suspendidas en el aleteo mismo de las volutas —genio y laberinto de Góngora —.

Nadie que haya aquí magnificado su alma, olvidará esta vieja Casona sin puñales de contradicción en el pecho... Institución que a vuelta de altivas miserias y frescos laureles, ha formando y conformado nuestro acaecer.
Secular e invulnerable argamasa; vertiente de nuestras inquietudes; amparo de nuestros desasosiegos.

Todo lo que aquí existe de inalterable, remueve el recuerdo que busca el sitio exacto, el rincón soleado, el aula bulliciosa, el patio alegre; la fuente prístina... materiales vivencias que salen a nuestro encuentro con el calor que les dimos, allá, en el umbral de la adolescencia;... el cero absoluto de nuestras boletas y la hora que se nos fue prendida en la tijera de las golondrinas.

Noches lunadas que descubrían, al disimulo, al aprendiz de estudiante —lazarillo de sus propios libros indigentes, náufragos de humo y de café —; al “voluntario” de la huelga colectiva y del blanco cuaderno —mantel apenas, tantos besos derramados con la que un día fue a sacar del “empeño”, nuestro corazón—.

Carreras y pedradas en las serenatas. Belleza postulante del sueño, que se hacía canto en la hoguera dionisíaca de una mirada... poesía inasible que se fue sin apenas tocarnos.

En el cruce meridiano del amor que llora y la mano que escribe, labramos con lluvia y olvido, la estrofa incomparable.

El tríptico de los patios
Aquí, la opulenta trinidad de los patios donde centran, el agua, la piedra y las fuentes, su gracia distinta:

I

El primer patio se enmarca por sus cuatro costados, de ágiles canteras que suben por las columnas, ciñendo la cintura de los domos, hacia los portales, para amortiguar y recoger, al borde mismo de los claustros, la algarabía de la juventud estrepitosa.

Tejen su suelo geométricos espejos —mestizaje de cantera y mármol— que magnifican la piedra de Santo Tomás: rosadas y grises lajas apisonan y duermen los oros precipitados de la tarde.

Al centro, las curvas de gracia de la fuente, como una estrella de piedra, — a veces, pila bautismal para el azoro del bachiller —; líquida aljaba. Compás y diapasón de brisas iridiscentes.

Da la hora el bronce y por arte del campanero, se incrusta como ariete en el trasfondo del aula, el tumulto pendenciero y murmurador.

Lienzos de piedra caen a trechos desde las altas balaustradas y el tiempo se arrincona en el cuadrante de un viejo reloj de sol... atril de soledades para las nubes.

Cuando llueve, cuando irrumpen los veinte chorros cantarinos de las gárgolas, a las losas del patio “les salen todos los colores”.

II

El segundo patio, de altos y espesos muros, manumiso de las arcadas, desdeñoso de la piedra ondulante, traza su geometría y apuntala, con arquitrabes de clorofila, la bóveda del cielo que los abanicos de las palmeras esfuman.

Jardín de flor sencilla, húmeda tierra y quietas bancas.

La joven llora o regocija aquí, consigo misma, su primer examen, o se refugia el run run memorista del novel estudiante.
Al centro, la fuente octagonal de planchas de hierro, esbelta y mórbida, alza sus platos musgosos donde hila el surtidor su chapoteo.

Senderos embaldosados van a su encuentro y recortando los macizos policromos, le ponen su resplandor.
Bucólico sosiego. El bronce sin fortuna, impávido de don Melchor, propicia el desacato.

Este patio es almena orientada hacia el firmamento y jardín que resume, en el musgo de sus losas despostilladas, el gorgorito de las estrellas.

III

En el tercer patio, la arquería amparadora tiene nueva y original presencia.

De anchos y severos portales, enhebra su procesión de cúpulas.

Y sobre su piso: de húmedos y rojos ladrillos, otra vez la fuente de labrada cantera alza a la intemperie sus rimas, empuña sus arpones de agua y dormita como un gato, en la sobretarde, su ronroneo.

Patio entrañable, de introspectivas contemplaciones y de profundas filosofías, en cuyo rojo lienzo, con su dobladillo de lajas sonoras, se entibian los inviernos y se serenan los libros.

Patio para gozarlo hacia el crepúsculo, hacia la noche, todo él encalado de luna.

Soledad rinconera, con el parpadeo mortecino de sus faroles que algaran y multiplican la sombra del estudiante rezagado.

Primer y último cielo para los nidos de las golondrinas.

Caja de resonancia en la espiral del canto, del arrullo que nace a orillas de las guitarras de lacia trenza, para perderse —viajero del “Corrido”—, en el último acorde del penúltimo adiós:

¡...Casa lavada por una
lluvia de milagrería;
tez de rosa y de cantera,
quién no se enamoraría...
quién en tus claustros viviera...;
fuentes con agua de luna,
pecho de madre bravía:
Sol de mi buena fortuna!

¡Dios en paloma dormido:
Ay, el Espíritu Santo
se va a llevar en el viento,
con los ecos de mi canto,
la cruz de mi juramento.
Adiós colegio querido:
tu luna moja en mi llanto,
alma, guitarra y corrido!

Semblanza del autor

Por Jesús Lara y Parra

L

a Universidad Autónoma de Puebla, que preside el Sr. Dr. Manuel Lara y Parra, ha querido dar a conocer en esta edición, un aspecto de la variada producción literaria de uno de sus hijos: el Lic. Juan Porras Sánchez quien egresado de la Institución en 1950, ha continuado por más de quince años, impartiendo sus cátedras de Literatura Mexicana.

Escritor y abogado postulante, ha sido secretario general de este Colegio, cargo que volvió asumir durante el movimiento de Reforma Universitaria.

De su producción en prosa, destacan: “Orígenes y evolución de la Reforma en México”, trabajo de investigación histórica (1950); “La esencia del liberalismo mexicano”; “Técnica y humanismo en la enseñanza preparatoria”; diversos ensayos sobre el Dr. José María Luis Mora y Joaquín Fernández de Lizardi; unos apuntes sobre “Literatura Indígena Mexicana” y otros trabajos de crítica literaria.

De su obra poética señalamos: “Pajaritas de yerba y genética del Hai-Kai”, “Ultimo sol” (poemas indigenistas) y una serie de poemas entre los que destacan: “Razón de la poesía en tres intenciones”, “Los endemoniados” y un “Canto a la Revolución Mexicana” que aparece en esta edición con el nombre de “seis mantos para la patria”.

La prosa dúctil de Juan Porras es pensamiento puro y honda poesía que se adentran en el corazón y nos hacen vibrar al compás de los recuerdos, cuando pasea sus miradas por cada rincón, por cada patio de nuestra solariega casa, y con pinceladas de maestro va haciendo trazos que son esencias en el cuadro imperecedero de nuestra vida de estudiantes: alborozos y rebeldías que fueron la sal de lo cotidiano,... hermosos retablos sobre la angustia de la niña reprobada que llora su desconsuelo en la soledad de la banca; el paso taciturno del bachiller que enfrentado a sus arduas tareas, a la estatuaria hierática del culto al deber, siente el hervor de la vida que lo impulsa por los caminos misteriosos de la vida que lo impulsa por los caminos misteriosos de la redención auténtica.

“Viñetas del Carolino”, nos hace evocar también, en una suavidad de atardeceres, los toques de la campana escolar que de hora en hora marcan el final de la clase, propicio a la augusta libertad, a la sensación de ser, otra vez, nosotros mismos, a salvo de las miradas escrutadoras del maestro.

El poeta nos lleva a los patios, a las fuentes, a las arcadas que pusieron en nosotros la emoción indescriptible de su armonía, de su misticismo y de su soledad en que se alzó nuestro pensamiento hacia las esencias de lo metafísico, en la interrogante de los “porqués” de la existencia.

Y luego los claroscuros persistentes, las sombras protectoras de los grandes que fueron: de los Clavijeros, de los Sigüenzas, de los Isunzas y de los Lobatos, y demás próceres de nuestro Colegio, que nuestro autor pasea en su poesía vibrante y filosófica. Imágenes objetivas del pensamiento; cruce universal de las ideas en que se debate el hombre. Haces de luz vivificante penetrando por los ventanales; luz que de las alturas cae para alumbrar nuestros pasos, o rompe con claridades meridianas el mutismo absorto de un pasillo. Así son las tesis y las antítesis que rebullen en el pensar universitario, y es el poeta el que logra el milagro, y aunque habla al sentimiento con lenguaje de infinita dulzura, en estas “viñetas” parece que se torna falso el apotegma de Pascal “El corazón tiene razones que la razón no comprende”.

Pero el autor nos relata también, con la finura de su pluma, la vida preclara de don Melchor, el capitán asceta, el humanista autodidacta, el realizador de ideales; no el dialéctico insustancial de vanos y abstrusos decires. Realizador del bien por el bien mismo, intuyó en su ego, la razón auténtica del humano existir y volcó, en realidades que se agigantan a lo largo del tiempo, la fortuna que acaudalara, para el fin más noble entre los fines: la formación integral del hombre verdadero.

Así se fundó el Colegio Carolino. Así lo canta el poeta en prosa exquisita que se antoja heroica, para terminar sus acuarelas con el hermoso trozo del Corrido del Estudiante, también suyo: Qué galanura, qué elegancia y qué originalidad metafórica.

En su Canto a la Revolución Mexicana, premiado en un concurso nacional convocado por el Partido Revolucionario Institucional, vibra el dolor crucificado del pueblo en la insurgencia y en nuestros épicos movimientos armados: el trotar de nuestra raza indígena; el galopar de los caballos; el ruido de los tambores y los fusiles; la carne ignorada y heroica que se retuerce y muere; la lucha inacabable con las fuerzas obscuras; el triunfo que se acerca, y la justicia que se alza entre los breñales vivificada y nutrida con la sangre de nuestros próceres.

Poesía de Juan Porras que convence y avasalla, porque sus pinceladas son los murales de nuestras civilizaciones autóctonas; como su plumaria hecha con la seda de las más delicadas aves. Poesía auténtica, vigorosa y emotiva que aflora en la emoción más honda y más pura.

Y dejamos al lector estas Viñetas, en el pleno goce de lo que nosotros no podemos ya expresar.


H. Puebla de Zaragoza, junio de 1964.

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