Sólidas contribuciones a la
ntre los prestigiados profesionales de la medicina que han egresado del Colegio del Estado y de la hoy Benemérita Universidad Autónoma de Puebla se encuentra el doctor José Joaquín Izquierdo autor, entre otros libros, de Raudón, cirujano poblano de 1810 . El doctor Izquierdo se graduó de médico cirujano en 1917 en el Colegio del Estado con una brillante tesis profesional y por sus méritos académicos en 1920 fue invitado a impartir las clases de fisiología en la Escuela Médico Militar de la ciudad de México. Su contribución a la investigación fisiológica, y a la historia de la medicina lo hicieron merecedor de reconocimientos de varias universidades norteamericanas. En 1955, las autoridades del Colegio del Estado de Puebla inauguraron la bibliohemeroteca de la escuela de Medicina que desde entonces lleva el nombre de José Joaquín Izquierdo en reconocimiento al distinguido poblano. Tiempo Universitario en esta ocasión publica el discurso que con el título destellos del pasado que obligan a un brillante futuro pronunció el mencionado maestro en la inauguración de la bibliohemeroteca de referencia. El texto fue tomado de la Revista de la Asociación de Ex Alumnos del Colegio del Estado y de la Universidad Autónoma de Puebla, de marzo de 1955. También se reproduce facsimilarmente el reconocimiento que dicha revista hiciera al doctor José Joaquín Izquierdo. Destellos del pasado que Por J. Joaquín Izquierdo
espués de haber transpuesto los umbrales de este moderno Hospital General, que es trasunto y continuación del Real Hospital General de San Pedro, de su Facultad Médica y del inolvidable Colegio del Estado, con la reverente emoción del hijo que vuelve a su misma vieja casa, permítaseme que a la manera de mensaje para las nuevas generaciones de maestros y discípulos que hoy la animan, y con motivo de la inauguración de esta nueva Hemeroteca Médica, evoque pensamientos y acciones de nuestros precursores de hace más de una centuria, que son alto ejemplo para la emulación a los continuadores de su obra. Quiero referirme a un pasado que arranca de principios del siglo xix, cuando los médicos del Hospital de San Pedro gozaban de general aprecio en el país, y formaban en cierto modo una Facultad Médica, de acuerdo con lo que era todavía corriente en otras naciones, seguía ajustada a viejas normas heredadas de las universidades y facultades creadas desde la Edad Media, circunscribiendo sus enseñanzas al saber clásico y cerrando obstinadamente sus puertas a las nuevas ciencias. Sin embargo, desde el siglo xvi el hombre ya había osado levantar la cabeza, antes siempre inclinada sobre los clásicos, para empezar a contemplar la naturaleza que lo rodea y había comprendido que los problemas que la medicina antes solo había considerado en sus aspectos puramente filosóficos y especulativos, debían ser planteados en términos científicos y con apoyo en datos sacados de observaciones y experimentos que solo podrían ser realizados en nuevos lugares de trabajo: museos, jardines botánicos, anfiteatros anatómicos, laboratorios con nuevos instrumentos y salas de enfermos. A los datos allí obtenidos por cada observador, habría que agregar los relatados por otros en publicaciones especiales que se hacía preciso tener a mano. Como único medio para poder llegar a realizar las nuevas tareas, empezaron a crear academias y otras instituciones similares.
La revolución intelectual así originada y ejecutada, no dio lugar en México a tempranos e imperfectos intentos de reforma, sino hasta fines del siglo xviii, y sólo hasta principios de la siguiente centuria, tuvo manifestaciones que en buena parte se originaron en el ambiente poblano. En efecto, apenas iniciado el siglo xix, los médicos poblanos manifestaron sus propósitos de lograr los mayores adelantamientos, con la creación de una Academia de Medicina, Anatomía y Farmacia, se estuvieron juntando regularmente para ejercitarse en la discusión de las materias más interesantes; opinar y consultarse mutuamente acerca de casos particulares; anatomizar cadáveres; hacer estudios formales de botánica y fundar un jardín botánico. Corta fue la vida de aquella primera compañía, pero a poco de lograda la independencia nacional, el propósito que le había dado vida volvió a manifestarse en la creación de la Academia Médica Quirúrgica de la Puebla de los Ángeles, en cuya designación se reconoció la necesidad de que quedaran reunidas en una sola profesión, las antes separadas del médico y del cirujano, unión que oficialmente no quedó sancionada sino hasta años más tarde, con la expedición de las leyes relativas, y la creación de escuelas de Medicina con planes de estudio modernos, que para Puebla fue ordenada en 1831 y realizada en 1834, y para México comenzó con la expedición de un decreto expedido en 1833, que aunque corrientemente haya sido tomado como el de la fundación, ésta sólo quedó realizada en 1838 en términos de lo ordenado por otro decreto, de 1836.
Los académicos poblanos Escalante, Méndez y Raudón, nos
dejaron impresas, en 1825, palabras que revelan cuan claramente concebían
las funciones de progreso que correspondía a su Academia, y que por
ello son memorables en la historia de las ideas científicas en México.
Declararon que ansiaban que una noble emulación los inspirase, y haciéndolos
olvidar los escollos de la ciencia, los llevase a recoger los frutos del gran
libro de la naturaleza, para aclarar sus fenómenos y leyes; analizar el cuerpo
humano en sus partes; descubrir las funciones de la economía viviente;
desentrañar las causas de las afecciones morbosas y derribar erróneas opiniones.
Comprendiendo el carácter cooperativo e internacional
de la ciencia, ansiaron tener a mano las memorias y publicaciones en que los
demás dieran a conocer los frutos de sus trabajos, y se propusieron,
por su parte, publicar sus propias memorias. Cuando pasaron los años,
don Casimiro Liceaga certificó que había trabajado con tenacidad
sin ejemplo, y que de haber recibido ayuda, hubiera logrado excelentes frutos. Pero como el sistema colonial persistía, y según el mismo doctor Liceaga todo lo marchitaba y secaba, el gran entusiasmo de los académicos poblanos, falto de ayuda, al fin resultó estéril. Poco después, hacia 1830, empezó a gestarse en la capital de la República un importante movimiento de reforma médica que por no haber llegado a consolidarse sino hasta 1838, después de haber estado pasando por una serie de etapas evolutivas, me ha parecido conveniente designar como de nuestra reforma médica de los treintas del siglo xix. Por no haberse prestado atención a tales etapas tal reforma ha sido vista, fantásticamente, como el resultado exclusivo de un decreto dado en 1833 por don Valentín Gómez Farías, y ha dejado de reconocerse que quienes la estuvieron sosteniendo con gran perseverancia y abnegación, fueron los componentes de un grupo de médicos, que desde un principio la concibió. La etapa sin duda más importante de la reforma, se alcanzó en 1836, cuando Gómez Farías desde hacía tiempo se hallaba fuera del país, y consistió en concebir al nuevo Establecimiento de Ciencias Médicas, armoniosamente integrado por un Colegio de Medicina, por nuestra Primera Academia de Medicina y por un Hospital Clínico. Una vez sentados estos antecedentes, el mensaje que ahora quiero dejar a las nuevas generaciones de esta vieja casa, para su emulación, consiste en hacerles saber, que quien sirvió de eje e inspirador director del gran proceso de reforma, fue el doctor don Manuel Garpio, colegial del Seminario Palafoxiano y practicante del Hospital de San Pedro, y que quien sirvió de inspirador primordial, tanto de Carpio como de los demás innovadores, fue nuestro extraordinario angelopolitano, doctor don Luis José Montaña, cuya entrada a la vida por el torno de expósitos de la vieja Casa de Cuna de S. Cristóbal de nuestra ciudad, en modo alguno fue obstáculo para que a costa de inteligencia y perseverancia, pudiera elevarse progresivamente hasta alturas en que será presentado por nuestro próximo libro Montaña y los orígenes del movimiento social y científico de México.
Los autores de la gran reforma siempre reconocieron, tanto que a sus afanes se habían debido exclusivamente, los únicos progresos con anterioridad logrados, como que el recuerdo de sus pensamientos, de sus enseñanzas y de su ejemplo, había sido la inspiración para sus tareas. Las necesarias pruebas de los asertos que anteceden, se encontrarán en el libro al cual me acabo de referir, pero para los propósitos del momento, basé el breve bosquejo trazado para dejar entre maestros y alumnos de la Escuela de Medicina de Puebla, este anuncio de que el gran movimiento de nuestra reforma médica de trascendencia tan grande que importa a la historia de las ciencias no solo en nuestra ciudad, sino en México y aún en las Américas, se inició en nuestra ciudad y tuvo como inspiradores a ilustres médicos, inicialmente formados en ella. La existencia de tan preclaros antecedentes, no debe ser tan sólo motivo para que la actual Escuela de Medicina de Puebla, al hacer gala de ellos, sienta el más legítimo y noble orgullo. Preciso es que al mismo tiempo, y justamente impulsada por tan brillante pasado, se sienta obligada a progresar en consonanta con el estado evolutivo actual de las ciencias médicas, y en grado y extensión que resulten comparables con los que lograron sus ilustres precursores con relación a su tiempo. Los diversos caminos que para tales propósitos ha de seguir, y que de hecho ya viene siguiendo, tendrán que ser los que concurran a lograr que la medicina que sea presentada a los estudiantes en el curso de su carrera, sea ante todo observacional.
Importantísima tarea, todavía en gran parte por realizar en esta y otras escuelas médicas de nuestro país, será la de lograr que las clínicas consistan esencialmente en el estudio directo de las alteraciones anatómicas y funcionales de los enfermos, y sirvan de base que proporcione la plataforma fundamental de hechos, con apoyo en la cual ya luego puedan hacerse las consideraciones diversas acerca de los estados patológicos. Fue una fortuna que desde sus orígenes nuestra Escuela de Medicina hubieran surgido y continuado sus trabajos por inspiraciones recibidas principalmente de la medicina francesa, cuando esta se hallaba en su edad de oro, iniciada desde principios del siglo xix, que habría de durar hasta la mitad de la centuria. Digo que fue una fortuna, porque por entonces la escuela francesa acababa de arrebatar el cetro directivo de los estudios clínicos a la ilustre escuela de Viena, por venir realizando la revolucionaria conquista de hacer que el diagnóstico y el tratamiento de las enfermedades tuvieran como base la doble observación, primero de los síntomas apreciados durante la vida, con ayuda de los nuevos métodos de exploración, y luego de las lesiones encontradas después de la muerte. Obra de los grandes clínicos: Bayle, Broussais, Bretonneau, Cruveilhier y Louis, era el primer paso dado para que la práctica médica se emancipara de las vaguedades y fantasías que antes la habían dominado, sacadas de la llamada “filosofía de la naturaleza”, de teorías como las de la “irritación” y el “dinamismo”, o de suponer poderes como los del “magnetismo animal”.
La influencia así originada, de la medicina francesa, se prolongó hasta fines del siglo, y continuó, sin dejar de ser predominante, hasta hace unas cuantas décadas. Todavía en nuestros días, quedan profesores en nuestras escuelas de Medicina, que creen poder declarar con orgullo, que su escuela sigue apegada a los viejos modelos de la escuela clínica francesa. En buena hora que así sea, con relación a múltiples aspectos de la clínica, pero lo que es muy de lamentarse, es que en cambio se haya venido pasando por alto, que después de que quedó cerrada la etapa brillante (1800-1850) de la medicina clínica francesa, dentro de la misma Francia quedaron señaladas nuevas rutas de progreso, que iniciadas por Francois Magendie, acabó de perfilar y demostrar con sus tareas, el genio de Claude Bernard: las de la medicina científica y experimental, basada en el conocimiento de la fisiología aprendida en el laboratorio, con ayuda de técnicas tomadas de la física y de la química y de la ejecución de experimentos, planeados e interpretados de acuerdo con un método adecuado de investigación científica.
Desde 1934 hicimos notar que Bernard tuvo efímeramente (1868-1876) entre nosotros, a un ilustre primer sembrador de la semilla de la medicina científica, en el doctor don Ignacio Alvarado. Pero desgraciadamente, durante el último cuarto del siglo pasado y las primeras décadas del presente, las condiciones sociales que imperaron, no fueron adecuadas para fomentar interés por la fisiología experimental y por la medicina científica, y mucho menos permitieron darse cuenta de que el nuevo movimiento de progreso, después de originado en Francia, se había ido extendiendo y logrado mayores progresos en Alemania, en Inglaterra, en Holanda y en los Estados Unidos del Norte. Hasta 1918 fue cuando, por inspiración del doctor don Fernando Ocaranza, se inició y prolongó hasta 1930, una etapa de reformas preparatorias, que logró que la enseñanza de la fisiología empezara a ser realizada en parte en el laboratorio, como medio para lograr que la Medicina se inspirase en el pensamiento fisiológico, y que con copiar, como ciencia física, los procedimientos de los fisiólogos, abandonase los trillados caminos que venía siguiendo en patología y en clínica, y procediera con criterio funcional. Un nuevo proyecto de reformas propuso en 1930, que los programas de trabajos en el laboratorio fueran ampliados y que el espíritu con que se hiciera ejecutarlos a los alumnos, fuese cambiado, de modo que resultasen para ellos verdaderos experimentos de investigación que les proporcionasen entrenamiento en la disciplina experimental de ulterior comprensión y práctica de la Medicina científica. Surgieron desde luego carreras que parecieron tan insuperables, que en 1934 se creyó necesario, tras de revisar el estado de la enseñanza en el presente y en el pasado, dejar constancia de lo que se venía buscando. Hasta después de 1936, fue cuando la reforma empezó a quedar realizada y a extenderse a otras escuelas de la capital de la república y de los estados. De los afanes que le hemos dedicado, algunos han estado encaminados a servir a esta querida casa de estudios y entre ellos cuenta el haber logrado que la Casa de España en México comisionara en Puebla al doctor Rosendo Carrasco Hormiguera, y también el haber ayudado a algunos de los jóvenes profesores que ya han sentido vocaciones científicas, a trasladarse al extranjero con fines de especialización.
Es satisfactorio comprobar que el grupo de profesores que así se va formando, va en aumento, y si como es de esperarse, compenetrada la Universidad de Puebla, de la importancia de sus tareas, les da pagas adecuadas y cuantos medios necesiten para la cabal ejecución de sus labores, no podrá pasar mucho tiempo sin que la Escuela de Medicina de Puebla tenga ya organizado y consolidado el escalafón fundamental, punto de partida para otros progresos, del estudio experimental de los aspectos dinámicos y funcionales, objeto de los programas ordinarios de fisiología, de química biológica y de farmacología. La creación de esta Hemeroteca Médica, si en el futuro se cuida de que las series con que empieza a contar, no lleguen a quedar interrumpidos, será valiosa fuente de consulta para los cultivadores poblanos de esas diversas disciplinas en particular, y para todos los deseosos de seguir los progresos de las ciencias médicas en general. Los mantendrá informados de lo hecho por los investigadores de otros países; les permitirá estar recibiendo los fecundantes beneficios de sus pensamientos, y en suma, los alentará a participar en la importante tarea de lograr para la Escuela de Medicina de Puebla, el brillante futuro a que está obligada, para emular dignamente su pasado.
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