¡Solo sin injusticia es posible lograr
Distinguidos miembros del Consejo Universitario:
ecibir el doctorado honoris causa en el claustro de Francisco Javier Clavijero, José María Lafragua, Rafael Serrano, Alfonso G. Alarcón, Rafael Cabrera, Delfino C. Moreno y Arturo Fernández Aguirre, cuyas palabras maestras aún se escuchan entre los vetustos muros del que fuera antiguo Colegio Carolino, es un eminente honor y una tremenda responsabilidad que sólo acepto porque me juzgó digno de recibirlo el más alto colegio académico de nuestra Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Declaro ante ustedes mis contradictorias emociones de humildad y orgullo por el emblema que a partir de hoy habéis colocado entre mis manos. La ilustración que acunara en Europa las grandes revoluciones de finales del siglo xviii nos llegó, en la Independencia, con el vivo deseo de librar a los hombres del terror y las sombras de los símbolos celestiales al tratar de convertir a los nuevos ciudadanos, apoyados en la razón y la libertad, en dueños de sí mismos, en los señores de la naturaleza y la historia. Esto fue lo que expresó la Generación de 1833 al decretar la extinción de la Real y Pontificia Universidad Novohispana con el proyecto de una educación fundada en las experiencias científicas y la metódica observación de los fenómenos. Pero ¿qué sucedió con la lógica de la razón recobrada de los griegos, la felicidad ofrecida en la Declaración de Independencia de las colonias inglesas en Norteamérica y con los derechos del hombre y el ciudadano sancionados por la asamblea revolucionaria de Francia? Se han convertido en ilusiones, si es que no en polvo: ciertamente la humanidad ha experimentado un impresionante progreso en muchos campos, sobre todo en la ciencia y en la tecnología, pero el mismo no se ha reflejado en la superación de las atroces diferencias sociales y económicas que azotan en nuestro tiempo a la mayoría de las naciones, y, con mayor razón, no ha contribuido a la superación ética, espiritual y, sobre todo, social, de la humanidad. ¿Cuál fue la causa de dicha situación? Pareciera haber consenso —entre filósofos, sociólogos, antropólogos, etc.— de que el error estribó en haber descuidado los valores fundamentales del hombre.
Quizá el pecado capital cometióse cuando los enormes poderes de la razón dejaron de orientarse al encuentro de la verdad y se desviaron hacia la explotación de la naturaleza y la opresión de los débiles. La razón esgrimida por los ilustrados para develar la modernidad por sobre las tinieblas medievales pasó muy pronto por las dos fases que aún la aprisionan en nuestros días. Primero se hizo saber sin sabiduría, y luego técnica de enriquecimiento del patrimonio de sus dueños y aprovechamiento del trabajo ajeno, de acuerdo con la frase de los maestros de la filosofía crítica. Nada ha detenido los cruentos efectos de tan gigantesca transformación en lo que va de las últimas dos centurias. El siglo xix repitió la barbarie conquistadora y colonizadora del siglo xvi. En nombre de la razón y la libertad continentes enteros, los que ahora forman el llamado Tercer Mundo, vieron destruidas sus culturas y sometidas las familias a trabajos forzados y desesperanzados que exigía el mecanismo de la acumulación de capitales en los núcleos metropolitanos del planeta, acompañada esta visión por los ambiciosos odios y rencores que estallarían en disputas y guerras sin fin. Y ésta es la misma razón y la misma libertad entronizadas en nuestro siglo xx. El dominio de los unos sobre los otros, la libertad convertida en ejércitos apocalípticos o en las bombas que aún llora la humanidad junto a los muertos de Hiroshima y Nagasaki. No otro es el saldo de la libertad y la razón traicionadas por los legatarios de las almas puras e inocentes que las proclamaron al mismo tiempo que extendíanse las consecuencias de la primera revolución industrial. Vale entonces preguntarnos ¿qué hacer para evitar que el homo sapiens apoderado de los truenos y rayos del olímpico Zeus continúe lanzándolos con brutal ferocidad contra sí mismo y su indeseable y sangriento imperio de saber y tecnología? En esta misma soberbia y dignísima cátedra, hace alrededor de 45 años y al rendir el informe correspondiente a mi rectorado, convoqué a la comunidad universitaria a no renunciar jamás los compromisos del saber con la sabiduría, es decir, al encauzamiento de las ciencias de la naturaleza y el hombre dentro del imperativo categórico de la moral. La unión feliz entre el entendimiento y la naturaleza de las cosas, que según Francis Bacon sustancia el saber, no debe llevarnos a la infelicidad de la vida humana. El saber tiene un deber esencial con la sabiduría; no el subyugar a los más a favor de los menos, no el hacer más débiles a los débiles y más fuertes a los fuertes, no en propagar el mal y desdeñar el bien, por el contrario, en la medida en que las ciencias conlleven el deber de los supremos valores garantizarán la bienaventuranza de los hombres en el paraíso terrenal, y no su caída en los sufrimientos, en la tragedia del desamor o en el infierno del aborrecer inconcluso. El saber con sabiduría hará de la técnica el milagro de la multiplicación de los panes y de los sentimientos de caridad entre los unos y los otros, o sea el milagro de la felicidad de las familias y los individuos. Y quise hacer con ustedes estas reflexiones precisamente en el claustro de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla porque ante las dificilísimas circunstancias que rodean a nuestra Patria en el ocaso del milenio vale repetir sin cansancio, más y más, que el supremo pacto de la Universidad con su pueblo es el de luchar sin descanso por hacer de las ciencias humanas y físicas manantiales impere-cederos del Bien. ¡Sólo sin injusticia es posible lograr la paz entre los hombres! Cuaderno 8 del H. Consejo Universitario, serie: reconocimientos y méritos, octubre de 1994.
ste año el pueblo mexicano perdió a dos connotados defensores de su soberanía, Gastón García Cantú y Horacio Labastida Muñoz. Seguramente, el Congreso del Estado honrará las memorias de estos poblanos, quienes fueron doctores honoris causa de la universidad pública, a la cual defendieron sin reserva. Horacio Labastida desempeñó en la unam varios cargos académicos y administrativos, y fue asesor de los rectores Luis Garrido, Nabor Carrillo y Jorge Carpizo. Además de director de Difusión Cultural de la unam y director de la revista de esa reconocida Universidad. En el plano político, fue diputado y senador por el estado de Puebla, del
Partido Revolucionario Institucional y el primer embajador de México ante
Nicaragua al triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional y dio grandes
servicios a la diplomacia mexicana en sus colaboraciones de revistas
especializadas y diarios nacionales. En la unam, además de las tareas señaladas, dirigió la Biblioteca Mexicana de Escritores Políticos y la colección de clásicos de la historia de México, editada por el Fondo de Cultura Económica. Su producción alcanza poco más de los 25 títulos, entre ellos La grandeza del indio mexicano, que publicó en el año 2000, el gobierno del Estado y el Archivo Histórico de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Fue Labastida un revolucionario comprometido con su tiempo, por esto sus enemigos fueron muy poderosos y le impidieron llegar a la gubernatura del Estado pagando a periodistas mercenarios que lo acusaban de comunista, señalando su estrecha amistad con Luis Rivera Terrazas como una subordinación al Partido Comunista Mexicano, situación muy alejada de su trabajo humanístico. Defensor de la autonomía universitaria, frente a más de 50 rectores dijo el 27 de marzo de 2000, con motivo del quincuagésimo aniversario de la anuies, lo siguiente: "la inteligencia no puede existir sin la libertad y por esto la autonomía ha significado en toda la historia de México una cátedra ajena al dogmatismo" Consecuente con ese pensamiento Labastida Muñoz fue defensor de la Universidad Autónoma de Puebla duante más de 40 años en que la institución poblana vivió períodos críticos. Para Labastida, la preocupación por la deuda externa fue constante, por esto el 27 de febrero de 1987 apoyó la decisión brasileña de suspender el pago de intereses a sus acreedores. Ese mismo año, sólo que en marzo, el maestro dijo que el gran tema de la sucesión presidencial era el de la deuda y sus efectos depredadores en las masas. Enfatizó: "mientras las anteriores amenazas localizáronse en áreas políticas más o menos precisas, la financiera de nuestros días es ubicua, todo lo afecta y combina su negatividad en una compleja crisis interna y del orbe occidental que nos es muy adversa" Serán los motivos para citar el trabajo de Horacio Labastida, pero sus pensamientos esperanzadores seguramente tenían grandes raíces y florecerán en una nueva conciencia del pueblo mexicano que tarde o temprano habrá de tomar el destino nacional en sus manos. Síntesis, 24 de diciembre de 2004.
oracio Labastida fue mi profesor en 1961. El era del pri entonces, pero era un priísta fuera de lo común: a sus alumnos nos regalaba el Manual de marxismo leninismo de la Academia de Ciencias de la urss. En aquellos años todavía no era crítico de la Unión Soviética. Según mi percepción, estaba influido por el pensamiento de Vicente Lombardo Toledano, pero acepto que pude equivocarme. Fue muy amigo de Rodolfo González Guevara (nacieron el mismo año) y colaboró con él en altos cargos del pri, cuando el nacionalismo revolucionario no era atacado todavía por la tecnocracia que después se apoderaría del partido. Al igual que González Guevara, quien era otro político bueno, Horacio renunció a su partido, creo que en los tiempos de Miguel de la Madrid en la presidencia del país. Tanto Horacio como Rodolfo fueron derrotados por el oportunismo y la ausencia de principios en su partido, del cual se sentían orgullosos entre los años 50 y principios de los 80 del siglo pasado. Horacio y yo nos hicimos amigos a finales de los años 70. El fue quien me presentó con Jesús Reyes Heroles, otro gran priísta, en una exquisita comida en su casa, en la que también estuvieron Enrique González Pedrero (entonces secretario general del pri) y varios profesores todavía jóvenes en esos años. Coincidimos en muchas mesas redondas y compartíamos puntos comunes. Dejamos de hablarnos de usted en 1998, cuando presentamos el libro póstumo de un amigo común, quien también fue mi profesor: Francisco López Cámara. El libro se titula ¿Vive aún el joven Marx? Introducción a la sociología dialéctica. Paco era otro priísta peculiar, formado también en el marxismo y, por lo mismo, uno de los derrotados también, en su partido, por la tecnocracia neoliberal. Cada año nos veíamos en la comida que le organizaba Eduardo Guerrero del Castillo a Pablo González Casanova. A esas comidas iban Horacio, Enrique González Casanova, Víctor Flores Olea, Fernando Holguín, Elena Jeanetti, Augusto Gómez Villanueva y varios más, todos amigos de varias décadas. Cuando en 1996 el sub comandante Marcos me pidió que invitara a grandes intelectuales para asesorar a los zapatistas en la Mesa sobre Democracia y Justicia invité entre los primeros a Horacio. Y Aceptó sin titubear, aunque me dijo que por su edad no podría asistir, pero sí escribir. En otro momento escribió un artículo en La Jornada en el que reivindicaba el pensamiento de Trotski. Recuerdo que le hablé para felicitarlo por su artículo y en broma le dije que ahora sí ya estaba en la línea política correcta. La última vez que nos vimos fue en un acto solemne en la Facultad de Ciencias
Políticas y Sociales, de donde fue profesor por varias décadas. Curiosamente,
esa vez nos sentamos juntos Gastón García Cantú —otro querido amigo que ya
falleció—, Horacio y yo. Y digo curiosamente pues los tres habíamos nacido en
Puebla, aunque ellos sí vivieron en esa ciudad y yo no (mis padres me llevaron
al norte del país cuando yo contaba apenas con nueve meses de nacido). La Jornada, 24 de diciembre de 2004. Horacio Labastida
oracio Labastida poseía el don de la palabra. Daba igual si impartía una clase, escribía un artículo periodístico o charlaba. El maestro tenía una capacidad de comunicación formidable. Durante los últimos dos años y medio fue un asiduo conferencista en el foro de la Casa Lamm. Habló allí lo mismo sobre Cuba que de Estados Unidos o los movimientos altermundistas. En sus charlas utilizaba todo tipo de recursos narrativos para transmitir su mensaje. Lo mismo contaba anécdotas personales con las que ilustraba amena-mente pasajes de la vida política reciente del país, que recurría a la historia de México para extraer de ella lecciones sobre el quehacer público necesario. Desde que pronunciaba sus primeras palabras lograba atraer la atención del auditorio. Y no la perdía. Usualmente no llevaba sus conferencias previamente escritas, pero ello no era un obstáculo para desarrollar sus temas con rigor, precisión y en el tiempo establecido. Con frecuencia comenzaba sus intervenciones recomendando la lectura de los clásicos del marxismo explicando su pertinencia intelectual. Algo poco usual en estos tiempos. El público invariablemente lo premiaba con fuertes ovaciones al concluir, y a menudo interrumpía su exposición para aplaudirle. Sus artículos periodísticos, publicados en La Jornada cada viernes, son ejemplo de un estilo editorial desafortunadamente en desuso. El maestro Labastida abordó regular y valientemente los asuntos más candentes de la política nacional: el zapatismo, la pretensión de desaforar a Andrés Manuel López Obrador, el avance de la derecha, el asesinato de Digna Ochoa y los desatinos de la política exterior hacia Cuba. Y analizó cada uno de estos acontecimientos con las herramientas de la historia de México, el derecho, y los clásicos griegos y romanos, disciplinas de las que era gran conocedor. Notables son también sus textos centrados en pensadores como Luis Villoro, Gerard Pierre-Charles, y Enrique González Casanova. Sus escritos terminaban siendo pequeños ensayos —pequeños por su tamaño, no por su contenido— llenos de fuerza y sentido de la historia. Una aportación real para comprender una época volátil y cambiante. Conversar con él era un placer. O más bien habría que decir que escucharlo era un gozo. Sencillo, atento, de maneras suaves, Horacio Labastida tenía siempre tanto que decir, y lo decía de manera tan amena e inteligente que, invariablemente, lo mejor que uno podía hacer cuando se encontraba con él era escuchar. Hijo de la Ilustración y de la Revolución Mexicana, hombre de izquierda, patriota, simpatizante de la Revolución Cubana, defensor de la causa zapatista, el maestro Labastida tenía ideas y luchó por ellas. Algo no muy común en la vida pública del país. Como nos recordó Octavio Rodríguez Araujo en estas mismas páginas, perteneció a una muy notable generación de universitarios que incurrió en la política y la academia y que terminó, derrotada, renunciando al pri, "del cual se sentían orgullosos entre los años 50 y principios de los 80 del siglo pasado" Maestro universitario, investigador, senador de la República, promotor cultural, rector de la Universidad de Puebla, colaborador de Javier Barros Sierra, fue también autor de una cantidad considerable de libros sobre economía, derecho, política, filosofía e historia. En ellos aborda lo mismo el pensamiento de Belisario Domínguez (personaje por quien sintió enorme empatía) que las constituciones españolas. Aunque Horacio Labastida estudió también en Estados Unidos (realizó un posgrado en la Universidad de California en Berkeley) resulta notable la diferencia en su formación con la adquirida por los tecnoburócratas egresados de los centros educativos de la Ivy League. El pretendido cosmopolitismo de los segundos, que tan nefastas consecuencias ha traído al país cuando se ha hecho gobierno, resulta completamente superficial al lado del nacionalismo ilustrado del primero. Y muestra ser tan sólo una de las caras de Jano señalada por el pensador poblano cuando escribía: "un pueblo permanentemente enajenado por minorías encumbradas es el retrato verdadero de nuestra historia pasada y contemporánea". De Horacio Labastida se puede decir lo mismo que él afirmó sobre Manuel Buendía: "El periodismo es tribuna meritísima cuando es de los hombres eméritos" Su muerte es una gran pérdida. Su pensamiento, tan fuertemente anclado en la historia, posee gran actualidad. Lo vamos a extrañar. La Jornada Labastida, brillante intelectual
niciamos nuestras actividades correspondientes al 2005, en este planeta
feroz, con dos tristes noticias: el fallecimiento en la ciudad de México, del
licenciado Horacio Labastida Muñoz, ex rector de la
uap y connotado catedrático de la
unam, considerado, junto con
Lombardo Toledano y Gastón García Cantú, como los intelectuales poblanos más
destacados del siglo xx y el
fallecimiento en la ciudad de Puebla, del apreciado amigo y colega José Luis
Ibarra Mazari, una de las voces privilegiadas de la radio poblana y un
periodista dotado de gran sentido crítico que siempre manejó con una gran
ironía. Diario Cambio, 3 de enero de 2005. Horacio Labastida, una semblanza
oracio Labastida fue un intelectual que unía a su cordialidad proverbial y generosa, reconocida sabiduría. Su vida fecunda, larga, inteligente nunca estuvo dedicada a suscribir intereses espurios, ajenos, que sabemos y dolorosamente sufrimos, sino a la crítica amable pero demoledora de ideologías que se presentan en paquetes de certezas reputadas de irrefutables, vendidas y difundidas urbi et orbi por los poderes dominantes y los medios de comunicación. Labastida fue juez, rector de la Universidad de Puebla, encargado de la dirección de Difusión Cultural y luego de la dirección de Servicios Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, así como de su revista; fue profesor fundador de la escuela de Ciencias Políticas y Sociales y miembro del instituto de Investigaciones Jurídicas de la propia unam, periodista, funcionario público e internacional, legislador y embajador en Nicaragua; autor de una veintena de libros que cubren desde la política, la filosofía, la sociología hasta la literatura y las artes. En esa distinguida carrera siempre se esforzó por estudiar y enseñar con pasión la historia nacional como medio para iluminar soluciones a los problemas contemporáneos, sin rupturas, asumiendo las características de la cultura, las instituciones y, sobre todo, las aspiraciones de los mexicanos. Para Horacio Labastida el verdadero humanismo descansa en la noción de que la historia está hecha por el hombre en su capacidad de crear conocimiento y de equivocarse. El humanismo, entonces, no es ciencia neutral, impasible, como las matemáticas, al sufrimiento y las limitaciones humanas, sino disciplina necesariamente histórica, capaz de encontrar inesperadamente caminos no recorridos, de articular soluciones innovadoras, sea en lo social y político, como en lo científico y tecnológico. Con Habermas, Labastida estaría de acuerdo que el proyecto de la Ilustración no se ha cumplido, que convendría satisfacerlo por cuanto sin equidad emancipadora, no hay democracia posible. Por eso, son Sen, suscribe los principios de que la libertad debiera abarcar el derecho al desarrollo económico, cultural, político de todos los ciudadanos; y de que la paz es precaria en ausencia de igualdad. Con los filósofos marxistas, estructuralistas y posmodernistas, coincidiría en que el hombre, sin prejuicio de su individualidad, es en alto grado un producto del tejido social donde vive; que hay diferencias culturales, institucionales, de percepción entre las pretensiones de universalismo de la civilización occidental y las realidades de otros pueblos y grupos —sobre todo de los excluidos del poder, del ejercicio de derechos establecidos—, diferencias que no debieran zanjarse mediante la segregación, la opresión o la violencia, sea al interior de los países, sea entre naciones. Por eso recoge los documentos históricos de José Joaquín Granados y de Fray Bartolomé de las Casas, en su libro La grandeza del indio mexicano, con el propósito de resaltar la injusta condición a la que estuvieron sometidos los nativos mexicanos en el período colonial y subrayar sus aportes que rivalizan con los de los españoles y criollos a la sociedad de su tiempo1. Razones semejantes lo llevan a criticar las leyes de amortización y nacionalización de Juárez por haber legislado el despojo de las tierras comunales de los campesinos más desamparados.2 Y por eso también emprende la defensa de la soberanía y del nacionalismo, en tanto instrumentos necesarios en la defensa en las relaciones entre el débil y el poderoso, entre los que poco tienen y los que tienen todo. Con el bagaje histórico de la liberación colonial y del embate expansionista de Napoleón iii, cuando se negocia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte advierte el peligro de que los poderes industriales busquen otra vez permutar la soberanía de los países nuestros por la voluntad de un imperio ecuménico. Y todavía añade: "ningún bienestar material —que no lo ha habido con la globalización— justifica el malestar espiritual del compromiso indeseable".3 Enemigo del presidencialismo hegemónico, del autoritarismo, denuncia la vieja práctica de violar o reformar nuestras constituciones para investir de legalidad a los actos ilegítimos de los funcionarios en turno, sin perjuicio luego de invocarlas en defensa del gobierno o usarlas contra la oposición política.4 Distingue, entonces, entre legalidad y legitimidad: la legalidad es un valor jurídico —a veces falseado—, la legitimidad es un valor moral, la legalidad denota el acuerdo con la norma del Legislativo, la legitimidad el acuerdo con el pueblo.5 Así advierte que el proyecto mexicano de 1917 establece constitucionalmente "una democracia social, no individualista e inclinada a una justicia social exigida desde los debates del constituyente de 1856".6 En consecuencia ve con recelo la privatización-extranjerización de la banca y la venta de las empresas públicas, así como las modificaciones constitucionales en materia agraria, entre muchísimas otras, que tienden a acomodar el régimen legal a las exigencias de la liberación comercial.7 Al propio tiempo considera que las supuestas verdades económicas o políticas en boga no son universales ni aplicables en cualquier tiempo y lugar, sobre todo cuando arrasan con la cultura y las instituciones de los países pobres. Encuentra aquí un intento de renacimiento velado, viciado, economicista, del autoritarismo que con ropaje globalizante busca la cesión de la soberanía nacional —acción riesgosa, en tanto sólo la autodeterminación garantiza la unidad cultural, la identidad y la legitimidad de las acciones colectivas— y la reinstauración de la voluntad foránea.8 El último señalamiento con el que deseo terminar este incompleto recuento de la obra de Horacio Labastida es algo de enorme relevancia a la crisis que padecemos. En la transición a la democracia y a un mundo abierto, interdependiente y competitivo en lo económico, no acertamos a ponernos de acuerdo, condición necesaria para enfrentar problemas planetarios que han cambiado de naturaleza. Según Labastida, en toda sociedad plural y democrática es natural que surjan puntos de vista distintos, diferendos, contradicciones sobre los objetivos sociales. A pesar de ello, entre el desarrollo social y el desarrollo económico debe existir un equilibrio y una influencia mutua, de manera que uno apoye y promueva el crecimiento del otro. O, dicho en el espíritu más directo de la Constitución de 1917, el desarrollo económico debe ser instrumento democrático de la justicia social. El dispositivo para resolver esas tensiones y satisfacer esos objetivos no es
otro que el sano juego de la política;9 pero de una política liberada hasta
donde sea posible de los férreos paradigmas económicos universales que, hoy por
hoy, contrarían las legítimas aspiraciones de los ciudadanos, hacen caricatura
de la democracia y producen más pobreza que bienestar. Ahí recuerda la fórmula de los liberales que resolvieran la crisis producto de los decenios santanistas, resaltando intereses comunes, olvidando diferencias y cimentando consensos, que permitieron reconstruir la sociedad mexicana del siglo antepasado. Ojalá hoy se le oyera. Podrá decirse que el lenguaje de Labastida, sin menoscabo de su rigor lingüístico, no es el de la postmodernidad; incluso se le puede acusar de pasar un tanto por alto las realidades exigentes de la interdependencia económica, que tornan obsoletas las concepciones del Estado-nación y la idea westfaliana de la soberanía. Aún así, los valores de la democracia social defendidos por Labastida no han perdido vigencia, ni la historia ha terminado, aunque haya de renovarse la lucha y esperar hasta que la economía global sea acotada, humanizada, por la instauración de derechos sociales de alcance semejante, esto es, universal. La Jornada, 14 de enero de 2005 1 Véase, Labastida, H. (2001), La grandeza del indio mexicano, Universidad
Autónoma de Puebla, Cuadernos del Archivo Histórico Universitario, Puebla.
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