Año 8, número 17
H. Puebla de Zaragoza a 25 de noviembre de 2005

La vida pintoresca y anecdótica del estudiante
de 1910 en el Colegio del Estado

Por Alfonso G. Alarcón

Jurado calificador del Concurso de Oratoria organizado en la escuela preparatoria con algunos de los concursantes.
L

a vida estudiantil en la ciudad de Puebla hacia fines de la dictadura de don Porfirio Díaz, entre el fin del siglo xix y la caída de don Francisco Madero, tuvo algo de particular, tuvo fisonomía especial.

No porque sea justamente la época que el autor le tocó presenciar y vivir, ni porque le haya tocado en suerte sufrir en ella las mayores emociones de la juventud, sino porque, en verdad fue una época especial: romántica, literaria, artística, política, festiva y de todas maneras alegre y tumultuosa.

El estudiante ha sido siempre simpático y representa la crema del ingenio, de la audacia y de la sal. Pero esos doce años son únicos y es muy difícil que se encuentre en la historia de nuestro Colegio algo que se le pueda comparar.

Floreció contemporáneamente una doble literatura, que es la huella dejada por los pasos vibrantes de aquella generación y la juventud de nuestro Colegio conserva en la memoria, tradicionalmente, aquellos productos del ingenio volantón, a veces demasiado crudo, que siempre se recuerdan en ocasiones como estas para regocijo de los que vivimos con toda la fuerza de nuestra juventud, esos años de regocijada mocedad.

A salto de mata, porque el tiempo no nos pertenece en propiedad y no solamente nuestra palabra ha de elevarse esta noche, vamos a espigar en el dilatado campo de recuerdo.

Escribía Rafael Cabrera su bella labor literaria y a la sombra de los pinos de nuestro jardín, jóvenes también entonces, o en la quietud venerable de la Biblioteca, componía sus cantos, que han quedado como ejemplo de sutileza de sentimiento y de perfección en el estilo, a pesar de que los produjera un espíritu tan joven. Cada una de las composiciones eran para nosotros una gratísima sorpresa, la releíamos con deleite, la grabábamos en la memoria y nos acompañaba en nuestros instantes románticos en toda la novela de color rosa de nuestra adolescencia.

Rafael Cabrera.

Cada uno de nosotros sentía como cosa íntimamente suya, como expresión fidelísima y única de su propio sentir, aquellas frases que han quedado vibrando en el rumor del pasado:

"Símbolo de amorosas redenciones
el trébol milagroso que te envío,
es una cruz de cuatro corazones
donde clavé, impasible, un sueño mío."

"Hiere, Lesbia, mi pecho que te adora;
Hiere, Dueño cruel hiere de prisa,
Que por oír tu risa encantadora,
Hasta la muerte es dulce y bienhechora
Si la dan los puñales de tu risa."
"Si acaso he de perderte
y he de escuchar tu amarga despedida,
antes quiero morirme de no verte
que viéndote, morir toda la vida…

"Aquí estoy, con mis sueños de irredento,
sin esperanza y con las alas rotas…
A veces imagino que atraviesas
por la vaga llanura silenciosa
y agito las cadenas que me oprimen,
y es sonrisa el ultraje de mi boca
y me engaño… es la niebla fugitiva
que va regando perlas en las rosas."

"Regreso de mi viaje por la vida
rebosando piedad, pero muy triste;
¿qué se hicieron los sueños que me diste
en la mañana azul de mi partida?
"Y ajeno al llanto y al placer ajeno
hoy vuelvo a ti de mansedumbre lleno
rogando al aire mis postreras rosas;
arranca el pensamiento de mi frente,
y haz que viva contigo eternamente
la enigmática vida de las cosas."

"Será como un efluvio el amor mío,
que envolverá tu ser calladamente
como niebla impalpable sobre un río,
y como el aire, azul y transparente."

"Soy feliz, porque aún puedo en mis angustias
y en medio a la quietud que me rodea,
esparcir a los aires caprichosos
como estéril y efímera protesta
el grito amargo y ronco de mis versos
en nombre de los tristes de la tierra."

"Soy un inmenso y apacible lago
coronado de sauces pensativos…
Si al copiar tu hermosura,
Ligeros y furtivos

los amores me rizan con su halago,
mis sueños pasionales
morirán con los trazos fugitivos
de la imagen que aparece en mis cristales."

Así sonaba aquella lira egregia en las tardes apacibles de nuestro colegio, bajo los pinos de nuestro jardín lleno de la fragancia de las rosas y del perfume de las violetas.

Era la esencia misma del espíritu juvenil del momento lo que subía en aquellos cantos de Rafael Cabrera. El poeta era arpa eólica dispuesta a la captación de los sentimientos sumados de la juventud de nuestra época. Por eso nos deleitaba y nos conmovía tanto y por eso, mientras más son los años que pasan, más se sublima la admiración por aquel espíritu eminentemente sutil y elocuente que supo hablar por todos nosotros, que fabricó para uso de nuestros espíritus, el lenguaje inaudito con que llenaba los atardeceres plácidos y maravillosos de la bella ciudad de Puebla.

Y luego, su preciosísima composición, ya citada en la página 19.

¿Y quien no se contamina de semejante mal, a poco que pueda hilar tres frases y conozca los secretos de la retórica y pueda hacer soñar las palabras?

Por eso allá fuimos a dar más de cuatro jóvenes, tocados de entusiasmo y admiración. Así fue como fuimos haciendo versos. Luis Sánchez Pontón, Joaquín Méndez Rivas, José Miguel Sarmiento, Aurelio M. Aja, Gregorio de Gante, Alfonso Cabrera y el que tiene el honor de dirigiros la palabra.

Pininos literarios como en todas las juventudes. Versos buenos y versos malos; generalmente malos porque nos faltaba el genio poético del verdadero poeta. De todos aquellos aprendices algunos persisten, otros han triunfado, como Gregorio de Gante, cuya vibrante lírica se fortalece con los años. Como Luis Sánchez Pontón, que conserva la frescura del numen y el vigor de la palabra, suficiente para sostener una gran personalidad literaria si se decidiera a tomar en serio las letras.

Profesor Francisco de P. Tenorio.

El maestro Lobato presidía con platónica majestad aquella hora literaria y llenaban de emulación los grandes literatos cargados de experiencia, elegantes y sabios en el decir elocuentísimos e ingeniosos que fueron, don Ernesto Solís, don Felipe T. Contreras, don Patricio Carrasco, don José Mariano Pontón, don Emilio Morales y el grande, portentoso superviviente: don Atenedoro Monroy.

Luis Sánchez Pontón tomó su lugar en la lírica y decía alguna vez con gran solemnidad:

"Y el hombre en el tormento
de la duda tenaz que lo devora
siempre ansioso y sediento
de robar al azul del firmamento
el secreto insondable que atesora,
como el humilde surco la simiente
espera que descienda de la altura
algo grande y sublime
que consuele el dolor de sus querellas:
la esperanza inmortal que infunde aliento,
la verdad que redime…
Algo que bajará del firmamento
Confundido en la luz de las estrellas…"

En un tono un poco más confidencial escribía después:

"La tarde del domingo.
Gente festiva pasa
—niños rubios, parejas amorosas—
por mi ventana.
Una ingenua alegría de la vida
palpita en las palabras
y el solo se une al alma de la tarde
poniendo un beso alegre sobre las viejas casas"

Y yo también eché mi cuarto espadas y produje madrigales, sonetos, poemas de solemnidad y… epigramas.

Es una hojarasca muy revuelta la de mis páginas. No quiero abusar de que tengo en estos momentos la sartén por el mango, ni despacharme con el cucharón la sopa. Unos cuantos botones para dar solamente el tono completo del instante literario que estoy recordando, y volveremos a conversar en paz.

Ya presumía yo de pensar y de pensar pesado, cosa que naturalmente era verdad para mí, por lo cargada que andaba mi pobre cabeza con el binomio de Newton, el caracol de Pascal y el Cálculo Infinitesimal que don Carlos Revilla nos incrustaba como nácar sobre la dura madera de nuestro entendimiento superficial. Por eso decía yo en un soneto:

"Del brazo de mi amiga la tristeza
marcho en la vida hacia el confín distante,
fija la mente en el rumor constante
del tumulto que llevo en la cabeza

En vano es mi luchar con entereza,
contra esta esclavitud de todo instante
y en vano es que mi espíritu levante
gritos de rebelión a tal grandeza.

Lo quiere así la ley de mi destino;
Seré mientras me quede algo de aliento,
Austero y cabizbajo peregrino…
Y no podré jamás, por un momento
Deponer a la vera del camino
El fardo abrumador del pensamiento."
 

Lic. Luis Sánchez Pontón.

Cierta mañana de trabajo en la Clínica del maestro Eduardo Vélez, en el viejo hospital de San Pedro, fallecía tristemente en una de aquellas camas desoladas un pobre hombre desconocido víctima de un absceso cerebral. Cuando llegamos a su cabecera entregaba con docilidad el espíritu en una forma tal de convenio con la Madre Naturaleza, que también lo había traído a la vida, que me conmovió el espectáculo. Quiso la casualidad que en el instante en que exhalara el último suspiro, un rayo de sol se colara por la ventana y diera precisamente en la frente húmeda y helada del moribundo. De ahí salió una poesía que dice:

Sobre aquel pobre lecho
en que innumeras veces
fue la existencia un átomo de espuma
y un huracán la muerte,
un moribundo yace:
La mirada
vuelta a la cuenca está, que la contiene,
como con triste obstinación hundida
en los hondos confines de la mente.
Un estertor por la entreabierta boca
surge traído por aliento leve,
lo mismo que el rumor de una batalla
que con la brisa desde lejos viene
Fatídico abandono
flota del lecho en el cercano ambiente;
ni beso maternal, ni llanto amigo
que a disipar el desconsuelo lleguen…
Mas cuando ya los últimos jirones
de aquella vida están para perderse,
el Sol, que empieza a derramar su oro
bajo el dosel pomposo del Oriente,
por la ventana un rayo
hace llegar al rostro del que muere,
y, padre cariñoso, le da un beso
de luz y de calor sobre la frente.

Y hacía yo madrigalillos sin trascendencia como estos:

¿Saber que es nuestro amor?
La mariposa
libre como el suspiro que tu exhalas;
tu alma, que es una rosa,
dos pétalos le dio para sus alas,
por eso es tan hermosa.
Yo le di la esperanza del que anhela
Besar el cielo en tus divinos ojos,
Inquietos como el mar… por eso vuela.

O este otro:

Una mañana hermosa
de tibia luz y perfumado ambiente
cayeron al cristal de la corriente,
dos pétalos de rosa

Y al azar navegaron sin que nada
detenerlos pudiera
e iban diciendo adiós a la enramada
al pasar perfumando la ribera.

Al uno, que eres tú, cupo el destino
de quedarse escondido entre corolas
de lotos puros que el cristal concibe;
y el otro, que soy yo, siguió el camino
con el vértigo a solas,
hasta la mar, donde azotado vive
por el batir constante de las olas.

Cantarcillos volantones como éste:
Dicen que no hay un dolor
semejante al de la muerte:
Como no:
Probar tu amor
Y luego dejar de verte.

 

Don José María Carreto.

Y no alarguemos más esta remembranza que tiene tanto de personal, porque la verdad me remuerde la conciencia y tengo prisa de hablaros de nuestra literatura en broma. Allá va.

Uno de nuestros celadores, magnífico amigo, por cierto, tenía las piernas curvas. Tanto, que asegurábamos nosotros que procedía de alguna mueblería en donde había tomado hábitos y anatomía de ajuar de Viena. A este amigo le cayó un epigrama que decía:

Es de un aspecto grotesco
y parece por sus piernas,
o que las tiene muy tiernas
o que lo pararon fresco.

Jamás tomó en serio la alusión y él mismo la festejaba, señal inequívoca de que la sátira no era dañina.

Uno de nosotros era demasiado afecto a las bebidas alcohólicas y se ponía con frecuencia unas trompetas, que hacía temblar a todo el mundo.

Un soneto lo glorificaba así:

Dice la gente en su tenaz encono
contra todo mortal de carne y hueso,
que a más de ser un hombre muy obeso
eres gran bebedor de anís del Mono.

La verdad, la verdad, yo no perdono
injurias contra ti, con tal exceso;
no puedes ya porque te sobra un peso,
echar un trago para entrar en tono.

Por eso todo el mundo te difama,
desde el sabio que la echa de profeta,
hasta la última chinche de tu cama.

Solo yo te encontré la gran faceta;
tu inmenso parecido con la Fama,
en que nunca abandonas la trompeta.

Un día Rafael Cabrera, que era eminentemente serio, pero que a ratos merodeaba por los campos de la ironía, se echó de bruces en el suelo y me dedicó este soneto tratando de retratarme:

Pareces de perfil, número siete,
o el ángel de la fama con trompeta;
boca arriba una torre con veleta,
y de frente el acero de un florete.

Tallado estás con punta de estilete,
y tu nariz que al cielo no respeta,
se suena con la cola de un cometa,
quedando tú en la tierra hecho un zoquete.

Tardé en pagar la deuda de un soneto,
que te ofrecí de júbilo en un rato,
y no creas que me has puesto en un aprieto,

pues queda aquí pintando tu retrato
mejor que por Ticiano o Tintorero,
y a un precio que resulta muy barato.

Soneto al cual contesté sin demora en los términos siguientes:

Esbelto como viejo lampadario;
al viento ondeando la melena loca,
ojos tiernos y lánguidos de foca,
y el bigotín de yerba en campanario.

Dientes como las cuentas de un rosario;
orejas de papiro, barba poca,
y parece que encima de su boca
se ha quedado durmiendo un dromedario.

Anguloso cual triste megaterio;
Pálido y lacrimoso como cirio,
Parece un perseguido de Tiberio;

ansioso de mujer, vive en delirio…
y si esto no es retrato, hablando en serio
será caricatura, hablando en sirio…

 

Doctor Raimundo Ruiz.

Otra vez retraté a Eduardo Gómez Haro, poeta inspirado de nuestros tiempos, que todavía modula bajo la lluvia de las hojas del otoño. He aquí mi soneto:

"Por más que se coloque su sombrero
sobre la cholla en caprichoso giro,
y que tenga una trompa de vampiro
capaz de dar acceso al mundo entero.

aunque tenga la cara de torero
y haga versos al beso y al suspiro,
en su arrogante caminar lo miro
yéndose para el rumbo del trasero.

Aunque el mirar lo deba a Wielogura,
aunque gaste jaquet la mar de raro
por el mal casimir y por la hechura,

como según su talle, lector caro,
lo hicieron a compás, se me figura
más aro de barril, que Gómez Haro.

Eduardo Gómez Haro que tenía grandísima facilidad para componer y una audacia especial para la sátira, respondió así:

Te conocí, pardiez, en el descaro
con que hablas de la trompa y el trasero;
tu eres, no cabe duda, ese coplero
tocayo de un Juan Ruiz, de númen claro.

El "masque"… "no me dio ningún reparo,
aunque, según "la espiga" está grosero,
pues sé que no respetas ni a tu cuero,
al lanzar de tus gracias el disparo.

Tu afición a la sátira, no ignoro;
sátiras son también, que mucho admiro,
tus recetas, de Hipócrates desdoro.

Y allá va todo en tumultuoso giro:
tus sonetos, cada uno como un toro;
tus recipes, cada una como un tiro.

Un famoso agente de la cervecería Moctezuma, era muy popular y muy conocido en la ciudad. Eminentemente rubio, casi albino, se le perdían las pupilas en apretados trigales entre cejas, bigotes, barbas y pestañas. Su pintura en verso era así:

Conozco un transparente comerciante
la mar de emprendedor y buena gente,
que si tienes un hijo impertinente,
llévalo a que en seguida te lo espante.

Si le buscas pupila fulgurante
no podrás encontrarla ni con lente,
y no ha de ver jamás seguramente,
todo lo que le pongas por delante.

No digas que es en fuerza de la rima,
lo que te va a decir mi humilde pluma,
y que hace tanto tiempo lleva encima:

este, por sus colores, es en suma
una boquilla de ámbar que se estima,
o un vaso de cerveza Moctezuma.

 

Profesor Gregorio de Gante.

Y Carretito el Secretario de nuestro glorioso Colegio del Estado, muy amable, pero más con el bello sexo, también fue motivo del siguiente retrato:

Pintura Antigua
A Pepito Carreto

En su vida inspiró el menor respeto
no obstante su bondad y fino trato;
ejerciendo el amor parece gato
porque lo hace con gatas y en secreto.

Me han contado que tiene un amuleto
para no respetar ningún contrato
y que aunque trine el acreedor ingrato
él con sonrisa sale del aprieto.

Fue amigo de don Vasco de Quiroga
aunque la historia patria no lo diga
porque ocultar los años está en boga;

es capaz de privarse ante una liga
no obstante que la edad casi lo ahoga
pues lleva un siglo a cuestas con fatiga.
alaman
 

A dos buenos amigos, el profesor Luis Casarrubias Ibarra de gran estatura y el Lic. don Rafael García de estatura menos que mediana les dediqué por aquel entonces la siguiente fábula:

El camello y la hormiga
Para Luis Casarrubias y Rafael García

Con una sed en el pelado cuello
y otra que no era sed en la barriga,
en medio del desierto iba un camello
en charla de amistad con una hormiga.

"Tu eres una infeliz, dijo el rumiante.
"con ese cuerpo que te dio natura,
"ni quien se las espante
"de que vivas o mueras, vil criatura.
"Mientras que yo soy fuerte,
"y este que me conoces cuerpo airoso,
"se deja hacer mandados de la suerte
"porque resiste hasta el simún furioso
"a ti te basta sólo una arenilla
"o un estornudo mío,
"para que sin luchar te lleve el río
"y quedes hecha polvo o sea tortilla…"

Cuando cerró el camello su tirada
y miró con desdén a su adversario,
la hormiga que soltó una carcajada
que estremeció el desierto solitario
gruñó al muy tal rascándose un cachete:

"tengo hay mi pobre amiga,
"un calor que parece veintisiete
"este irritante sol que se nos mete
"hasta por el… motivo de alentarnos,
"cuando en el arenal nos acomete,
"se pasa de la raya en calentarnos…"

Enmedio de la cálida explanada
reverberante a Febo que la hostiga
vuelve a surgir sonora carcajada
de la pequeña hormiga…
pero entonces así habló:

"Don Maravilla,
dijo en árabe puro,
"sombra me da bastante esta arenilla,
"si sombra queréis vos, buscad un muro…

Cuando mandó la luna su destello
Según dicen, de plata,
hecho un carbón y examine el camello
estiraba la pata,
mientras la diminuta y pobre hormiga
más águila que el águila de un peso,
tirada en un oasis boca arriba
se atracaba de dátiles con queso.

moraleja, lector: "Nunca eches papas,
porque todos valemos… longaniza;
si alguna vez las hechas, de la risa
de todos los mortales no te escapas.

Iriarte… y no

Músico inspirado de nuestro tiempo era un bohemio que componía y cantaba. A las veces, navegaba en mares encrespados y tormentos de alcoholes accesibles. Así lo comentábamos:

Es capaz de afinar hasta un cencerro,
de hacer gorgoritear un abejorro,
escribirnos la música de un chorro,
y hasta la del ladrido de algún perro.

Tiene una voz que se oye desde el cerro,
y admírate lector, nunca le corro,
porque no se parece a la del zorro,
toro, vaca, mastín, asno o becerro.

Mas, lo que no le pasan los poblanos
a esta simpatiquísima persona,
que lleva un pentagrama entre las manos,

es, que al calor de esta abrasada zona,
como el más infeliz de los gitanos
vaya por esas calles con su mona.

Por aquellos tiempos en el ahora distinguido radiólogo Raymundo Ruiz y entonces, conmigo, ayudante de don Francisco de P. Tenorio en el observatorio meteorológico del Colegio, hablaba demasiado en inglés. Verdaderamente me atormentaba con su jerga enrevesada e inoportuna, que me echaba a perder las sumas y los informes. No sé si los años lo habrán quitado esa manía, mas la otra de vestirse a la moda americana, con sombrero blanco, pantalón de campana, descuido en el además del chicle de sabor, ni se tenga aún el cariño por los perros despeinados, imprudentes y brincones como aquel Prince que le conocí y que tantas y tan repetidas molestias y sustos me proporcionó. Por todo esto, se le atravesó un soneto, mitad español y mitad inglés en el que se hacía mención a su preferencia por el arte de la tauromaquia. Helo aquí:

Conozco un estudiante very all right
que en amores nocturnos es un cat,
y que en el hospital nos da la lat,
contando sus parrandas de la night.

Cura con aguacate, el mal de Bright,
y escribe en sus recetas Water-cat,
por lo que en cambio un gringo le dio un hat
very descomunal, and very white.

Lo que es tomando whiskey forma school,
y aún cuando al bravo Prince, suelte for me,
le diré como todos que es un full…

como hace competencia a Harper Lee,
cuando se inicie matador de bull,
se ha de poner por alias: "Don’t yo see"

Y nada más por ahora. Esto es largo y la noche avanza. No hemos venido solamente a escuchar versos ni a que uno solo de nosotros ocupe desmedidamente la tribuna. Mi perdones por el abuso y que nos perdonen también nuestros colegas y amigos a quienes se haya referido la broma en esta vez.

Por último, cierra Alfonso Alarcón estas páginas con su buen decir como prosista.

vi

Página de romanticismo al viejo modo,
en memoria de mi querido amigo, el Dr.
don Daniel Guzmán. Noviembre 28 de 1937.

 

Ernesto Solís.

Reunir en una tarde como ésta, toda ella apacible y clara, a los antiguos parroquianos, a los fieles asistentes de esta casa de los altos pinos, del amigo cordial, sobrio, temperante, serio y artista que la vivía rodeado de flores, de pájaros y niños, es una idea sentimental del más refinado acierto.

Vive en esta casa arrinconada de la bella ciudad de Puebla, el espíritu ascético de aquel amigo nuestro y a celebrar una sentida ceremonia romántica hemos venido los fieles amigos, los asiduos concurrentes a la cita del domingo por la tarde.

Yo era entonces un tranquilo estudiante. Vivía por aquí, por estas calles que daban a la verde pradera del Molino del Carmen en la calle de la Acequia y mi vida de entonces transcurría entre las faenas facultativas de una carrera hecha sin apremio y el plácido menester de soñar.

Mis dos mundos eran la tierra de arar con el esfuerzo de pulir la mente poblando la memoria y volar por el amplio panorama de este valle en el que abundan los colores, las montañas nevadas y la limpidez del cielo. No se podía entonces ser joven sin ser un artista. La juventud, aunque bullanguera como en todos los tiempos, se conservaba fiel a la tradición del amor tranquilo, del amor superior y distinguía entre lo grosero y tosco de la realidad y la sublimación del sentimiento considerado por sí mismo.

La juventud de ahora podría hacer lo mismo y de hecho lo inicia, cuando la realidad presente con sus gritos destemplados le pone ante los ojos la claridad estallante de la verdad biológica.

Para mi juventud, y hablo de los primeros diez años de este siglo, el ensueño era una función necesaria, era un estado del alma, sabroso y preparante de horas más fuertes, más formales y más provechosas.

Soñábamos entonces con horas doradas, con laureles conquistados por la fuerza del pensamiento, con la gloria del artista cada vez más ilustre y con alcanzar entre nuestros contemporáneos un lugar brillante como aquel desde el cual los artistas, los sabios y los grandes triunfadores de la época, deslumbraban a la Humanidad.

No sé cómo vine a dar a este rincón en donde se cultivaba con quietud y sencillez todo arte. Lo cierto es que adquirió la afición al menos en esta casa y en este salón, de nuestras románticas, de las notas dulces de la flauta y de las voces apasionadas de los amigos que echaban al vuelo las excelencias de su garganta.

El doctor Guzmán se complacía en recibirnos a eso de las cinco.

Nos servía personalmente una taza de té y nos dejaba hacer lo que nuestra respectiva afición nos dictaba, siempre dentro de la prudencia necesaria para no dañar a nuestros contertulios con el abuso de la tribuna o del aria apasionada.

El doctor Guzmán era un hombre vigoroso. Sus facciones rectilíneas y fuertes, lo hacían austero. Reía por dentro. Era irónico, fuerte a la exteriorización de las emociones, parco en el hablar, discreto en el comentario; pero tajante en la sanción.

Hay algo de todo él, repartido entre todos estos muchachos que lo suceden con veneración en la vida: en Jorge está la austeridad, en Sergio el temple, en Salvador y Roberto el temperamento artístico, en Octavio la ironía e sic de céteris. Doña María, la esposa férrea y fecunda del doctor, también ha impuesto su sello de vitalidad y de ingenio vivaz en el carácter de sus muchachas. Algunas hay entre ellas, como entre las nietas del doctor, que conservan aquel entrecejo rectilíneo de equilibro espiritual que caracterizaba el rostro del llorado amigo.

Al volver otra tarde de domingo a la antigua casa de nuestras reuniones y encontrarme de nuevo ante la vega vecina, en este domingo entregada a festejos populares y al encararme de nuevo con estos lejanos y hondos paisajes tan llenos de azul, tan dorados a la caída de la tarde, vistos a trechos por entre las ramas de los árboles del huerto, he sentido la tristeza de los días felices de la juventud romántica y la ausencia del amigo apacible que los supo animar. Todo está igual en aquella casa y flota en la dulce paz que la rodea y la invade, el lamento apacible y lejano de la flauta, tal como lo dice en sentidísimo verso el jazmín tembloroso, frágil y sutil de aquel amoroso huerto: Manuel Rivadeneyra y Palacio.

No fue posible reunir a todos los amigos que concurríamos a las tardes románticas. Las rachas del otoño acatarraron a Pepe Sarmiento. Ya el joven fogoso de nuestros tiempos, el del barbero de Sevilla, el de los payasos que sacudía las paredes del salón y movía a las aves en sus jaulas, se cuida los constipados. Ha comenzado a presumir de prudente, porque siente escarcha en las patillas napolitanas.

Pero, ¡oh sorpresa!: en medio de aquella tarde helada, entre las rachas que desfilaban por la calle apartada y solitaria, llegaron dos fieles amigos, dos caballeros de la vieja guardia que a pesar de lo indeleble de su apariencia, se ríen de los años: Manuel Rivadeneyra y Palacio y Francisco Neve.

Con la cabeza blanca como hace veinticinco años, con la mansedumbre y la sencillez con que asistían a las reuniones de antaño y como si no hubiera pasado tantos y tan amargos años sobre nosotros par de blancas aves llegó con la tarde dominguera a recordar con nosotros el dorado ayer.

Manuel llegó a paso corto y encogidas manos a la mitad del salón, inclinó con docilidad la cabeza venerable y a media voz, pero con emoción sincera, dijo los antiguos versos sutiles de amor, bordando con sus dedos pálidos, el encaje de su expresión preciosista. ¡Qué admirable modo de despertar con acopio de palabras delicadas, la impresión de transparencia, de luz y de cristal! Manuel Rivadeneyra es un sibarita de la expresión sutil, es un artista pintor de transparencias sobre al aire mismo. Es él mismo, una irisada pompa de jabón en cuya superficie se refleja, embellecido por la riqueza del colorido y del tono precioso, el paisaje íntegro de la naturaleza.

Lo que en lejanas horas fuera un divertimiento sencillo y como casual de la juventud, es ahora un fuerte motivo de recuerdo que hace entristecer, suspirar y añorar con emoción. La tarde del domingo era así, y lo seguirá siendo con nosotros y sin nosotros: transparente, amigable, tranquila y espiritual…

Texto tomado del libro Los domingos del Dr. Guzmán, Miguel Sarmiento y Alfonso G. Alarcón, recopilación de Rodolfo Sarmiento, Linotipografía Económica pp. 49-62, Puebla de Zaragoza, diciembre de 1937.
 

 

 

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