Año 9, número 12
H. Puebla de Zaragoza a 24 de agosto de 2006

 Cuando la Universidad se militarizó

Manuel Vega Duarte

 

 
F
ue en el año de 1937 que el Colegio del Estado se transformó en Universidad de Puebla, a iniciativa del general Maximino Ávila Camacho y siendo presidente de la República el también general Manuel Ávila Camacho. Esto sucedió en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, cuando México le declaró la guerra a los países del Eje: Alemania, Italia y Japón. Fue entonces cuando se trató de militarizar a la Universidad de Puebla, pero gracias a un movimiento estudiantil esto fracasó. Yo cursaba el primer año de bachillerato. El gobierno del Estado estaba bajo la vigilancia de la 25 Zona Militar que proporcionó armas e instrucción castrense, estableciendo la disciplina del ejército.

Los sábados por la mañana se impartía instrucción militar en el tercer patio del edificio Carolino bajo las órdenes de militares, quienes organizaron batallones. Muchos compañeros aceptaron de buena gana esta disposición. Se pasaba lista y a los alumnos que no asistían se les ponían falta. Después de algunos sábados formaron a los faltistas aparte, y como castigo se les obligó a permanecer parados (un plantón) por varias horas bajo los rayos del sol; vimos a muchos estudiantes desmayarse y caerse por la insolación.

Salíamos a la calle a marchar. La foto que presentamos aquí fue tomada durante un desfile militar el 20 de noviembre de 1937. El Colegio nos dio unas camisetas sport de manga corta, de color blanco y pantalón negro. Tal foto fue tomada por algún fotógrafo sobre la avenida Reforma, antigua calle de Miradores, en donde estuvo por muchos años el Gran Hotel y la óptica El Optómetro. Al frente, cargando la bandera nacional de la Universidad, vemos al entonces estudiante de Leyes, Manuel Frías Olvera y, a la izquierda con el fusil, el también estudiante de Leyes, José Esperón Unzueta; enseguida aparece Conrado MacFarland de preparatoria y compañero mío. Después observamos a los estudiantes de Leyes Arturo Montiel, Pedro López Espada y Tomás Kasuki, y atrás, en la misma columna, vemos a los estudiantes Antonio Sáenz de Miera y Salvador Anzures (el Chafarreto), de preparatoria, y en la siguiente fila puede distinguirse a mi persona, sonriente y con fusil, y al entonces estudiante de Medicina, Francisco Jiménez Ramírez hijo del maestro doctor Gil Jiménez Aguilar.

Miembros del Pentatlón, en la desaparecida Cancha de San Pedro.

Así siguió la disciplina militar; aproximadamente en 1938 llegó de México —de la Universidad Autónoma—, el Pentatlón Universitario, organización militarizada también autónoma que ofreció a los estudiantes uniformes de casimir fino y kepis. Muchos compañeros se alistaron espontáneamente, llevados probablemente por la ilusión del uniforme. Recuerdo a dos compañeros fortachones que fungieron como jefes de este batallón: Manuel Machuca, y a un compañero sumamente obeso, llamado Chevery Yurney.

El Pentatlón Universitario tenía una banda de guerra bien organizada, dirigida y conducida por un estudiante, Dagoberto Guevara, a quien apodábamos “el viejo”; en esta banda el primer clarín o corneta lo fue un estudiante de preparatoria, de corta estatura, llamado Ernesto Zenteno quien actualmente es un periodista distinguido que dirige un periódico en Mazatlán, Sinaloa y con frecuencia visita a su tierra, Puebla. Lo hemos saludado en alguna ocasión.

Recuerdo también que un Cinco de mayo, probablemente en 1939, el gobierno federal organizó un simulacro de guerra fuera de la ciudad, con la participación del ejército nacional y las escuelas oficiales de Puebla; se trataba de simular un ataque a la ciudad de Puebla por el Ejército Rojo (Ejército Nacional). El Ejército Azul defendía a Puebla, y estaba formado por estudiantes.

La Universidad, un día antes del simulacro, concentró a todos los estudiantes en el primer patio del edificio Carolino, en los salones Manuel Lobato, el de proyecciones y los demás salones de clase en donde pernoctaron, en espera del simulacro del día siguiente.

Se nos proporcionaron botas, pantalones de montar, camisolas, y una dotación enorme de proyectiles con balas de madera.

Batallón de universitarios.

Muchos compañeros tomaron muy en serio su papel como militares, y organizaron rondines para vigilar el edificio y las calles adyacentes. Con el pretexto del frío ingerían bebidas alcohólicas. Fue una noche de relajo en el edificio; como se comprenderá, unos cantaban, otros tocaban la guitarra, algunos jugaban a las cartas y otros llevaban sus mulitas de licor para reconfortarse y darse valor (¿). A media noche nos llevaron refrescos y unas exquisitas tortas, de Meche, la del portal Juárez.

A las cinco de la mañana salió el batallón universitario rumbo a las faldas del cerro de San Juan, en donde se asienta actualmente la colonia La Paz y yo, con mi batallón, nos parapetamos pecho a tierra precisamente sobre la falda poniente del cerro, lo que actualmente es la calle de Tecamachalco, en donde paradójicamente radico en la actualidad.

Todo esto lo constituía el Ejército Azul con todos los estudiantes de Puebla que defendían a la ciudad contra el Ejército Rojo formado por militares como lo hemos señalado, que provenían de la zona de Cholula con una numerosa infantería, y acompañado de los entonces pequeños tanques de guerra y de aviones que volaban sobre nosotros.

Y así comenzó el simulacro. ¡Con qué ganas peleábamos los muchachos! Recuerdo que los entonces estudiantes Enrique Salinas, David Espinosa Córdoba y otros, se agenciaron de unas vigas de madera con las cuales, haciendo un gran esfuerzo, voltearon a un pequeño tanque de guerra.

Fue un espectáculo muy especial: todos los estudiantes disparaban sin ton ni son sus carabinas, provocando un ruido infernal.

Pasadas algunas horas cesó el combate y todos los estudiantes, radiantes de alegría, desfilamos por la prolongación de la avenida Reforma hasta llegar al Colegio en donde de gusto y júbilo todos disparaban sus armas con balas de madera.

En otra ocasión, sin saberlo, un sábado por la mañana en que asistíamos a las prácticas militares, nos formamos por pelotones y salimos marchando por la primera calle de la entonces avenida Ayuntamiento y seguimos de frente, pasando por el Palacio Municipal, dimos vuelta sobre la primera calle de 16 de septiembre en el zócalo para dar vuelta en la 3 poniente, antigua calle de Herreros, y seguimos por toda la tercera parte, (calle de Victoria, costado de San Agustín, Tecali y Padre Ávila) y llegamos al Paseo Bravo y enfilamos al cuartel 2 de abril sobre la 13 sur, ahora escuela primaria para niños y niñas, también llamada 2 de abril.

Muchos universitarios se tomaron muy en serio su papel como militares.
 

Estando formados en el patio del cuartel, un oficial se encargó de leer un oficio en donde se nos comunicaba que quedamos arrestados por 24 horas, por faltas a la disciplina militar.

Algunos compañeros se las ingeniaron para informar a sus padres de esta situación, y poco tiempo después no faltaron los familiares que se presentaban al cuartel con canastas con alimentos y sarapes. Recuerdo a la mamá de mi amigo y compañero Gonzalo Barrientos que, presurosa y afligida, llevó una canasta con sabrosísimos bocadillos que compartimos varios amigos (se trataba de la señora señora Lucecita Paredes de Barrientos). Lo mismo le sucedió a Miguel Enríquez, un muchacho de bien y consentido por sus familiares.

Era rector en ese entonces el doctor Raymundo Rosete, quien al enterarse de esa situación gestionó ante la 25 Zona Militar se levantara el castigo a los estudiantes. A las cinco de la tarde llegó la orden al cuartel en donde se notificaba a los estudiantes que quedaban libres. Como era de esperar, esto suscitó una gran algarabía, que nos llevó a entonar cantos y a pronunciar porras. Y, lo primero que hicimos, al encontrarnos en libertad, fue salir a la calle en grupo para ir a apedrear el consultorio del doctor Ruiz, pensando que él había sido el autor de la orden para el arresto, cosa que no fue así; al contrario, el pidió el perdón para los estudiantes.

El doctor Ruiz tuvo su consultorio por muchos años en la avenida 4 poniente 929 antiguas calles de Mesón y Sosa.
Un recuerdo más de mi vida de estudiante en el glorioso Colegio del Estado hoy Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

Don Melchor de Covarrubias
Añoranza

Don Melchor de Covarrubias, benefactor del Colegio del Espíritu Santo.
H

a sido un recuerdo imperecedero mi estancia en el glorioso Colegio del Estado, actualmente Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, y esto es porque ahí pasé la mejor época de mi vida, mi juventud. Siempre que me refiero a ella como la casa de don Melchor de Covarrubias.

Cuando paso por el edificio Carolino vienen a mi mente las vivencias y surgen los recuerdos, la presencia de los estudiantes de aquella época, mis compañeros entrando unos y saliendo otros por ese bello y añoso zaguán; veo a esos personajes que también formaban parte de la familia estudiantil, entre ellos a Benito el dulcero, con sus ricas cocadas, y las no menos sabrosas también empanadas; a Olegario, el fortachón, vendiendo las riquísimas jícamas que, espolvoreadas de chile molido y jugo de limón, eran una delicia; a Miguel, el bolero, sentado en la primera banca del primer patio, quien por cinco centavos nos aseaba el calzado y todo esto con el trueque estudiantil “águila o sol”.

Recuerdo el sonido de la campana que, colocada en la parte alta del primer patio anunciaba la entrada a clases de los alumnos, o la terminación de ellas, tocada por un anciano respetado y querido por los alumnos, Chuchito; también recuerdo la primera vez que hice acto de presencia en este bellísimo y añoso edificio colonial; fue la única vez que mi padre me acompañó para inscribirme al primer año de preparatoria. Era yo casi un niño, empezaba a vivir mi adolescencia y experimenté la misma sensación de temor que me embargó al ser conducido al kinder Leonardo Bravo por mi madre Juanita, ubicado en la antigua calle de Las Cabecitas, ahora 78 sur 705.

En esa ocasión, afuera del Colegio, en el pórtico del zaguán, se encontraba el prefecto de entonces, el señor don Marcelino de la Parra, que resultó ser conocido de mi padre y con gusto y atención nos enseñó parte del edificio.

“¡Cómo olvidar esa escalera monumental”!

He mencionado en otras ocasiones lo que significó para mí y para todos aquellos jóvenes que hicimos nuestros estudios en el Colegio del Estado. Tengo muy presente el edificio Carolino, su primer patio —con tantos acontecimientos ocurridos ahí—, sus aulas, sus maestros, el escenario inolvidable de los bailes anuales que con motivo del día del estudiante se realizaban en el último sábado de octubre.

¡Cómo olvidar su escalera monumental! Tengo muy presentes sus custodios de piedra forjada, dos leones, y su barandal de hierro forjado, donde convergen —arriba— a la derecha e izquierda dos escaleras. Ahí distinguimos esa hermosa pintura al óleo que representa la llegada del Espíritu Santo a los apóstoles de Cristo, pintada por el jesuita Manuel Caro en el siglo xvii.

Y así, recorriendo todo el edificio, encontramos un recuerdo, un acontecimiento, pero lo que quiero manifestar ahora es la personalidad de ese ilustre poblano, primer benefactor de nuestra Universidad Autónoma de Puebla, el capitán don Melchor de Covarrubias.

En 1587, cuando un rico comerciante de grana, tinte que se extraía de la cochinilla del nopal, llamado Melchor de Covarrubias mostrando siempre grandes simpatías al Colegio del Espíritu Santo, decidió dotar la cantidad de 28 mil pesos de oro común y prometió que a su muerte, la mayor parte de la fortuna que había amasado, fuera para el Colegio.

El Carolino, ese “bellísimo y añoso edificio colonial”.

Don Melchor de Covarrubias al igual que otros hidalgos auténticos o falsos, reunió una gran fortuna gracias al floreciente comercio de la cochinilla recolectada penosamente por los indios. Nació en la recién fundada población de los ángeles, sus padres eran de los primeros pobladores de ella. Su padre murió dejándolo de pequeña edad, fue trasladado a la provincia de Michoacán al amparo del conquistador Gaspar Covarrubias, hermano de su madre. Se ordenó allí de primera tonsura en diciembre de 1535 por el obispo de Vasco de Quiroga, permaneció algún tiempo en aquella provincia pero sin llegar a ordenarse, dedicándose al comercio. Don Melchor manejaba en Puebla la distribución de toda la producción de grana en Oaxaca, la cual se exportaba a España.

En l584 fue elegido teniente de alcalde mayor, mostrando en todo momento su gran amor hacia la ciudad.

Su calidad como hombre de estado siempre estuvo en muy alta estima. Los cronistas no sólo lo pintan como Hidalgo apacible, amante de su rey y su patria, sino también como aguerrido militar, es designado por el cabildo de la ciudad por mandato del virrey como Caballero de Valor Caudal y Liberalidad capaz de ir al puerto de San Juan de Ulúa, para defenderlo y fortificarlo contra la invasión de los piratas ingleses.

A la llegada de los virreyes, durante los festejos, actos o ceremonias religiosas y civiles, lo vemos vestido como aparece en la pintura al óleo del siglo xvi, vestido de roja librea, coracinas de terciopelo carmesí y cota arbada y copada. Corría en los juegos de sortijas y cañas o luchaban con feroces toros causando envidia y admiración.

Salón Barroco.

A través de su Testamento podemos reconstruir en breves instantes la vida de este caballero del silgo xvi, perdido en el polvo y en el olvido de viejos folios.

Pero sin lugar a dudas el hecho más relevante de este caballero es la dotación que hizo al Patronato de la residencia y Colegio del Espíritu Santo en Puebla. Además velaba muy de cerca que esos bienes fueran bien administrados.

Con su muerte acaecida el 25 de mayo de 1592 hacía poseedor al Colegio del que había sido fundador, de toda su fortuna. El P. Juan de Loaiza, rector del Colegio del Espíritu Santo, se responsabiliza de la ejecución del testamento, la que se realizó sin dificultad, ya que don Melchor no tenía sucesor.

Melchor de Covarrubias, natural de la ciudad de los Ángeles, era hijo de Pedro Pastor Valencia, caballero muy lúcido con casa, armas, caballos, y doña Catarina Covarrubias. Su escudo de armas fue: un escudo partido en mantel; a la izquierda una torre, de plata el campo y la torre parda; en la mano derecha, una flor de liz café dorado en campo azul y en lo bajo con un lobo pardo en campo de oro. En la parte alta un casco de caballero, de amplia concha con orlas de tupido macollaje. Escudo que todos los estudiantes de esa época llevábamos prendido en la solapa y que vendía el señor De la Parra a cinco pesos, en el cual los estudiantes nos sentíamos orgullosos de ser alumnos del glorioso Colegio del Estado.

El cuadro de don Melchor de Covarrubias que data del siglo xvi estuvo colocado por muchos años en el Paraninfo, en el lado oriente, en donde se realizaban los exámenes profesionales y podemos ver el escudo de armas de don Melchor, actualmente se encuentra en el Museo de la Universidad o Casa de los Muñecos.

El gimnasio del Colegio del Estado


H

oy 28 de marzo de 2006, al caminar por la actual avenida Juan Palafox y Mendoza, anteriormente llamada Maximino Ávila Camacho y antes avenida del Ayuntamiento, con la seis norte (callejón de Alatriste) distinguí el edificio que ocupa el Gimnasio de la buap que en 1996 cumplió 100 años de su construcción y fue inaugurado el 28 de noviembre por el presidente de la República, general Porfirio Díaz y el entonces Gobernador Constitucional el General Mucio P. Martínez, con una cena ofrecida al presidente de la República.

Grandes acontecimientos se vivieron en este recinto deportivo.

Recuerdo los grandes acontecimientos que viví en este recinto deportivo: en 1934, cuando llegué al entonces Colegio del Estado para cursar el primer año de preparatoria, empezaba mi adolescencia y entre las materias que cursaría estaba la de “cultura física” y ésta se impartía en el gimnasio a las seis de la mañana por el entonces estudiante de medicina Marcos Cueto, una persona joven y fuerte. Las clases empezaban en febrero, a esa hora las mañanas estaban obscuras y se sentía bastante frío.

Llegamos los estudiantes novatos, pelones y temerosos ante el maestro que en short y tenis nos hacía correr y practicar la gimnasia calisténica, saltar el caballete, y faltando 10 minutos para las siete, formados pasábamos a la regadera de agua fría; salíamos de allí y nos íbamos a desayunar en la esquina de la 6 norte, antigua calle de San Roque, en el zaguán de una vieja y amplia vecindad, donde después sería la terminal de los autobuses ado, ahí vendían unos ricos tamales a dos por cinco centavos, arroz con leche y champurrado también por cinco centavos, el pan tres piezas por cinco centavos, así es que con veinte centavos saboreábamos un rico desayuno.

Siguieron como maestros de cultura física el señor Roberto Guzmán (actor) padre del cantante Enrique Guzmán; otro profesor lo fue el señor José Gómez Daza y el estudiante de medicina Raúl Velarde, muchacho fortachón.

Mucho tiempo pasé por el gimnasio jugando básquetbol y recuerdo con cariño a muchos compañeros jóvenes que practicábamos este deporte. Vienen a mi memoria los compañeros: Armando Romano, Francisco Calderón, Fernando Ochoa, Alberto Guerrero Covarrubias, Luis Villaseñor que llegó a ser un gran futbolista, Hilario Figueroa y su hermano Manuel “el garbanzo”, Manuel Jiménez “el fumanchú”, Arturo Alonso y a un compañero de éste, de quien nunca supe su nombre (le apodaban “don Catarino”) Catarino, un gran jugador; Julio Glockner, Rafael Cañete (el lorito Cañete), Eduardo Vázquez Navarrete, Bulmaro Ortiz y su primo Ángel Palma y tantos compañeros que ya no existen, el charro Morales, los hermanos Macfarlan Carlos y Conrado, magníficos jugadores de básquetbol.

Alberca de la Universidad, al pie del gimnasio.

¡Cuántas horas de mi juventud me las pasé en este gimnasio. El primer día de clases con el profesor Marcos Cueto, lo primero que nos dijo fue: “cuerpo Sano en Mente Sana” que escrito en latín y con grandes letras existe en la parte frontal superior del gimnasio.

Recuerdo los grandes encuentros de estudiantes del Colegio del Estado y sus eternos rivales, los normalistas (nahuales), los alumnos del Metodista; reñidos encuentros que muchas veces terminaban en recias batallas a puñetazos. Aquí vi al vendedor de jícamas, Olegario, sacar su machete para defender a sus hermanos, estudiantes del Colegio del Estado.

El gimnasio contaba con sección de vestidores en la parte oriente del edificio, compartimentos individuales que tenían perchero y una banca, un gran salón con regaderas de alta presión con agua fría, un salón amplio con aparatos: paralelas, argollas, pera para boxeo y colchones para la lucha. Quiero narrar un hecho bochornoso, causando hilaridad a quienes lo presenciaron: un sábado por la noche, se jugaba un partido de básquetbol entre el equipo del Colegio y la Normal, era el final de una competencia. Se invitaron a bellas damas como madrinas que colocarían a los jugadores triunfantes medallas y bandas ante el numeroso público y entre porras estudiantiles; cuando se hacía la premiación a los jugadores, ante un público atento y expectante, apareció un compañero completamente desnudo jugando con un balón. Era un estudiante que había asistido a un comelitón e ingirió más de lo acostumbrado de bebidas alcohólicas, causándole una terrible borrachera. Sus compañeros ante esta situación lo llevaron al gimnasio, lo bañaron con agua fría y lo dejaron dormir en el salón de aparatos sobre los colchones, una vez que se le pasó la borrachera, salió al gimnasio en las condiciones señaladas (las personas que vieron esto, habrán identificado a nuestro compañero de marras).

Interior del gimnasio universitario.

Sigamos con la historia, la mesa principal estaba frente a la puerta de entrada, cubierta con elegancia y al gusto del responsable del banquete, señor Agustín Fabre. En cada cubierto se colocó un ramo de flores y una tarjeta con el nombre del invitado, al pie de ésta aparecía una nota que decía “no habrá más brindes que el oficial”. El reportero Enrique Stayner mostró su habilidad confeccionando figuras de héroes nacionales como la del gobernador Mucio P. Martínez y la “corbeta” llamada Zaragoza, tripulada por ángeles.

La construcción se llevó a cabo en el lugar que ocupaba el antiguo refectorio y el jardín del Colegio del Estado.

Fue el progresista e ilustre licenciado don Rafael Isunza, secretario de Fomento del gobierno del general Martínez en 1889, quien cobijó la idea y acordó enseguida que una comisión de ingenieros emitiera el dictamen sobre el proyecto presentado por el entonces director del Colegio del Estado.

Después de varios estudios, el proyecto fue aceptado el 9 de mayo de 1895, con un presupuesto de 31 mil 090 pesos. El ingeniero Solís dirigió la obra sujetándose a los “modernos preceptos pedagógicos” las que norman la construcción de un edificio escolar, respecto a la luz y a la ventilación. La fachada del edificio es de 45 metros de extensión, está dividido en cuatro secciones iguales que se prolongan hacia arriba de la cornisa cuyas ventanas y buhardillas tiene elegantes adornos con remates triangulares y macetones.

Al fondo del gimnasio se lee el lema: “Mens Sana en Corpore Sano”. ¡Cuántas generaciones de estudiantes hasta hoy han entrado y competido bajo su techo! ¡Cuántos gritos de deportistas, porras, bromas han retumbado en sus paredes! ¡Cuántos triunfos y derrotas han acontecido desde la noche de su fundación!
¡Goya, cachún, cachún, ra ra, Goya, Universidad!


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